El hombre que se deja arrastrar por sus pasiones, sin someterlas al gobierno de la razón, se pone al nivel de los animales irracionales
Las pasiones son una riqueza de la personalidad humana y corresponden a su índole somático-espiritual. Los espíritus angélicos tienen una gran riqueza espiritual y volitiva, pero no tienen pasiones. “Los sentimientos o pasiones designan las emociones o impulsos de la sensibilidad que inclinan a obrar o a no obrar en razón de lo que es sentido o imaginado como bueno o como malo” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1763).
Las pasiones del hombre están, pues, en función de la sensibilidad. Lo que nuestros sentidos externos captan de las cosas materiales, por ejemplo lo que es conocido por la vista o el oído, es también procesado por la imaginación. Y esa bondad o conveniencia material suscita unas emociones o impulsos. Si bien es verdad que la persona humana se ordena a la bienaventuranza por medio de sus actos inteligentes y libres, las pasiones o sentimientos pueden colaborar con sus rectas acciones morales o interferir con ellas.
“Las pasiones son componentes naturales del psiquismo humano, constituyen el lugar de paso y aseguran el vínculo entre la vida sensible y la vida del espíritu” (Catecismo..., n. 764). Brotan como de su fuente de ese centro de la actividad de la persona que llamamos su corazón (cf Marcos 7, 21). La actuación del hombre no es fría o puramente racional, sino que tiene el colorido y el calor humano de las pasiones. Sería inhumano, e incluso imposible, que un hombre dominara todas sus pasiones hasta el punto de anularlas, pretendiendo que en ello reside la virtud. Pero el extremo contrario se aleja por igual del bien moral: el hombre que se deja arrastrar por sus pasiones, sin someterlas al gobierno de la razón, se pone al nivel de los animales irracionales.
El Catecismo de la Iglesia Católica (n.765) hace una buena síntesis del dinamismo de estos impulsos: “Las pasiones son numerosas. La más fundamental es el amor que la atracción del bien despierta. El amor causa el deseo del bien ausente y la esperanza de obtenerlo. Este movimiento culmina en el placer y el gozo del bien poseído. La aprehensión del mal causa el odio, la aversión y el temor ante el mal que puede sobrevenir. Este movimiento culmina en la tristeza a causa del mal presente o en la ira que se opone a él”.
El amor es el sentimiento principal. Si sólo se dirige a un bien sensible es un amor puramente pasional, aunque de hecho, muchas veces, va también unido al querer o amor de la voluntad. En este último caso se ama a una persona por sí misma y no por el agrado o la utilidad que nos pueda reportar. Así pudo escribir Santo Tomás de Aquino (Suma Teológica, I-II, q. 26, a. 4): “Amar es desear el bien a alguien”. Los demás afectos están enraizados en la radical orientación del corazón humano hacia el bien. Cuando este bien es el que corresponde verdaderamente a la naturaleza humana, y es captado por la inteligencia y querido por la voluntad, el amor es bueno. “Las pasiones son malas si el amor es malo, buenas si es bueno” (San Agustín. La ciudad de Dios, 14, 7).
Consideradas en sí mismas las pasiones no son ni buenas ni malas, sino sólo en cuanto dependen de la razón y de la voluntad. Esta regulación racional es la que fomenta la perfección del obrar humano. Las pasiones tienen alcance moral “o porque están ordenadas por la voluntad, o porque la voluntad no se opone a ellas” (Santo Tomás de Aquino. Suma Teológica I-II, q. 24, a. 1).
A pesar de su fuerza y colorido las pasiones son relativamente secundarias para la perfección espiritual de una persona: “Los sentimientos más profundos no deciden ni la moralidad ni la santidad de las personas; son el depósito inagotable de las imágenes y de las afecciones en que se expresa la vida moral. Las pasiones son moralmente buenas cuando contribuyen a una acción buena, y malas en el caso contrario. La voluntad recta ordena al bien y a la bienaventuranza los movimientos sensibles que asume; la voluntad mala sucumbe a las pasiones desordenadas y las exacerba. Las emociones y los sentimientos pueden ser asumidos en las virtudes, o pervertidos en los vicios” (Catecismo..., n. 1768). La perfección moral no radica en los buenos sentimientos, sino en la calidad de las virtudes.
La dimensión humana de los sentimientos y emociones es asumida por la acción del Espíritu Santo en cada alma, “movilizando todo el ser incluidos sus dolores, temores y tristezas, como aparece en la agonía y la pasión del Señor” (Ibidem, n. 1769). Es toda la persona, cuerpo y alma, sensibilidad y espíritu, la que puede y debe obrar el bien, no sólo por convicción, sino también con apasionamiento. “La perfección moral consiste en que el hombre no sea movido al bien sólo por su voluntad, sino también por su apetito sensible según estas palabras del salmo: «Mi corazón y mi carne gritan de alegría hacia el Dios vivo» (Salmo 84, 3)” (Catecismo..., n. 1770).