La ley Celaá o cómo una España somete a la otra mientras la acusa de polarizar
Supongo que, como en Estados Unidos ya tienen otro presidente, pronto quedará encauzado lo del virus con las consecuencias habituales: grandes ganancias de las tecnológicas y de las farmacéuticas y otro mordisco a nuestra libertad, que no se recuperará de las dentelladas que sufre desde hace nueve meses. Por lo menos, no se recuperará en España, donde mengua casi a diario ante la inacción de casi todos.
Han puesto en peligro la libertad de expresión con la excusa de las noticias falsas, siguen desguazando la independencia judicial, han limitado nuestros movimientos y controlan, si quieren, nuestros actos y contactos. El jueves, contra tantos derechos legítimos y perjudicando uno de nuestros mayores recursos económicos −la lengua española−, sin dialogar con los afectados, sin escucharlos siquiera, el jueves, digo, se dio un tajo más en la amputación de libertades, esas que, supuestamente, siempre amputa la derecha: la ley Celaá o cómo una España somete a la otra mientras la acusa de polarizar.
Quieren que los demás financiemos su desvarío ideológico. Nosotros, si ansiamos un desvarío propio, tenemos que pagar primero el suyo y, si queda algo, entonces también el nuestro. Solo los ricos podrán educarse libres. Los hijos de los demás estarán a lo que se les diga y donde se les diga, nada de elegir, porque les pertenecemos. Lo social, piensan, consiste en eso.
Las redes han recuperado esta semana un artículo que Julián Marías publicó en 1984. Decía: «Siempre he creído que si la democracia no está inspirada por la llamada a la libertad, por su constante estímulo, pierde su justificación y acaba por convertirse en un mecanismo −más poderoso que otros− de opresión».