Muchas veces, somos nosotros mismos los que imaginamos situaciones que no tienen que ver con la realidad; presuponiendo en los demás conductas irreales, supuestos agravios que no se han producido más que en nuestra subjetividad enfermiza
Hace años, oí contar esta historia, más como algo jocoso que como sucedido. Un hombre iba por un yermo en su furgoneta. Al cabo de bastantes kilómetros, reventó una rueda. El conductor no tuvo más remedio que detener el vehículo para arreglarlo. ¡Y comprobó horrorizado que le faltaba el gato! El lugar era un enorme páramo solitario, alejado de cualquier población cercana. La negrura de la noche lo anegaba todo. Al cabo de unos minutos, para que sus ojos se hicieran a la oscuridad, a lo lejos, vislumbró una lucecita. No había alternativa, y menos a esas horas intempestivas. Se encaminó hacia dónde venía ese imperceptible resplandor.
Por el camino, iba pensando por qué le tenía que haber pasado eso a él, por qué había tomado esa ruta, por qué no había revisado antes las ruedas y los dispositivos para una eventualidad de este tipo. Además, por la hora tan avanzada, si es que había habitantes en esa distante casa, estarían durmiendo y probablemente no dispusieran de lo que él necesitaba. Y así, mientras caminaba bajo la lluvia, y con un intenso frío, su cabeza bullía; se iba enardeciendo por dentro. Cuando, al cabo de un buen rato, cansado y empapado, llega a la alquería, llama a la puerta y le abre un abuelito somnoliento y en pijama. El paisano, ya quemado por la situación, sin mediar palabra, le espeta: ¿Sabe lo que le digo? ¡Qué se meta el gato por dónde le quepa!
Lo jocoso del relato encubre lo importante de la anécdota: que, muchas veces, somos nosotros mismos los que imaginamos situaciones que no tienen que ver con la realidad; presuponiendo en los demás conductas irreales, supuestos agravios que no se han producido más que en nuestra subjetividad enfermiza. Max Scheler decía que el resentimiento, el rencor, es una autointoxicación psíquica; porque es un volver a sentir, un re-sentir. Es un veneno que autogenero y que me tomo yo esperando que le haga daño a otro. Es, por poner un ejemplo actual, como una tormenta de citoquinas, que sucede en los casos graves de la Covid-19, por la sobreactuación del propio sistema inmunológico del organismo, y que conduce a la muerte: no es el ataque del virus en sí lo más dañino, sino la reacción tan descomunal que se produce ante esa agresión.
Pero siguiendo con el hilo, al ser el resentimiento una pasión emocional hay que racionalizar para que la respuesta −insisto, muchas veces se trata de un agravio imaginario− no sea una reacción irracional que sobreactúa y nos anega en amargura. Porque no ofende quien quiere, como dice el refrán, sino quien puede; y eso porque previa y voluntariamente le hemos abierto la puerta de nuestro interior.
Pero, y suponiendo que la ofensa sea real, la única vía que nos queda, para que el veneno no coagule la circulación y colapse el corazón, es el perdón. Responder bien por mal, me parece que es lo más revolucionario que se puede ser en este mundo. Lo otro, pagar con la misma moneda, no tiene novedad: es más de lo mismo; pero entonces bebemos la pócima que nos emponzoña. El perdón, es otra historia.