Es natural al hombre que su convivencia en sociedad necesite de una dirección, para garantizar la unidad y para procurar en la medida de lo posible el bien común
La presencia de los gobernantes en una colectividad no constituye un mal necesario, sino un bien. Ya que no es posible el logro de unas metas supraindividuales si no hay quien oriente los planes y los esfuerzos hacia los logros que afectan a todos. “Una sociedad bien ordenada y fecunda requiere gobernantes, investidos de legítima autoridad, que defiendan las instituciones y consagren, en la medida suficiente, su actividad y sus desvelos al provecho común del país” (San Juan XXIII. Enc. Pacem in terris, n. 46).
Hay en los gobernantes un auténtico derecho, del que han sido investidos para dirigir a los ciudadanos. “Se llama «autoridad» la cualidad en virtud de la cual personas e instituciones dan leyes y órdenes a los hombres y esperan la correspondiente obediencia” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1897).
Es natural al hombre que su convivencia en sociedad necesite de una dirección, para garantizar la unidad y para procurar en la medida de lo posible el bien común. Tiene que haber personas que se encarguen por oficio de gerenciar el bien común, que se ocupen especialmente de él, ya que si cada persona se ocupa solamente de su bien particular, por legítimo que esto pueda ser, la dispersión de las energías hará que no se alcancen unas metas sociales, que a todos favorecen.
No es, pues, la autoridad fruto del capricho ni del azar, ni siquiera de un simple pacto o consenso de los ciudadanos, sino que responde al orden que el Creador ha establecido para el progreso de los hombres en sociedad. “Sométanse todos a las autoridades constituidas, pues no hay autoridad que no provenga de Dios, y las que existen, por Dios han sido constituidas. De modo que quien se opone a la autoridad, se rebela contra el orden divino, y los rebeldes se atraerán sobre sí mismos la condenación” (Romanos 13, 1-2). Es ésta una práctica que han seguido los cristianos desde hace veinte siglos. “El deber de obediencia impone a todos la obligación de dar a la autoridad los honores que le son debidos, y de rodear de respeto y, según su mérito, de gratitud y de benevolencia a las personas que la ejercen” (Catecismo..., n. 1900).
Recordemos, por ejemplo, una oración de San Clemente Romano, el tercer Papa después de San Pedro: “Concédeles, Señor, la salud, la paz, la concordia, la estabilidad, para que ejerzan sin tropiezo la soberanía que tú les has entregado. Eres tú, Señor, rey celestial de los siglos, quien da a los hijos de los hombres gloria, honor y poder sobre las cosas de la tierra. Dirige, Señor, su consejo según lo que es bueno, según lo que es agradable a tus ojos, para que ejerciendo con piedad, en la paz y la mansedumbre, el poder que les has dado, te encuentren propicio” (Carta a los Corintios 61, 1-2).
El origen remoto o último de toda autoridad es el orden fijado por Dios. Pero esto no equivale a una teocracia. En el Antiguo Testamento los Jueces de Israel y posteriormente los primeros Reyes fueron expresamente designados por Dios. No ocurre así en la Nueva Alianza, donde hay que dar a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César, de modo que “la determinación del régimen y la designación de los gobernantes han de dejarse a la libre voluntad de los ciudadanos” (Conc. Vaticano II. Const. Gaudium et spes, n. 74).
Los regímenes políticos pueden ser muy diversos, según las peculiaridades de los pueblos y de los tiempos, pero siempre deben promover el bien de la comunidad. Si se oponen a la ley natural, a los derechos humanos o al bien público pierden su razón de ser. No bastan que sean legítimos por su origen, sino que han de serlo también en su ejercicio. “La autoridad no saca de sí misma su legitimidad moral. No debe comportarse de manera despótica, sino actuar para el bien común como una «fuerza moral, que se basa en la libertad y en la conciencia de la tarea y obligaciones que ha recibido» (Const. Gaudium et spes, n. 74).
Las leyes humanas no deben nunca oponerse a las exigencias naturales que la justicia tiene para cada hombre y para la entera comunidad. En la medida en que una ley positiva humana se aparta de la recta razón, del orden establecido por Dios, debe ser declarada injusta, y más que ley sería una forma institucional de violencia (cfr. Santo Tomas de Aquino. Suma Teológica I-II, q. 93, a. 3 ad 2).
La autoridad es legítima en el ejercicio del poder si tiene como fin el bien común de la sociedad, y si emplea medios lícitos y honestos para alcanzarlo. Si las leyes o las medidas de gobierno fueren contrarias al orden moral, no obligarían en conciencia a los ciudadanos. “En semejante situación, la propia autoridad se desmorona por completo y se origina una iniquidad espantosa” (San Juan XXIII, Enc. Pacem in terris, n. 51).
En la práctica es una gran ayuda para el logro del bien común el que los ciudadanos participen ampliamente en las diversas instancias del poder, de tal modo que éste no se concentre en unas pocas manos, sino que todos colaboren en la medida de sus posibilidades, sin monopolios ni discriminaciones. “Es preferible que un poder esté equilibrado por otros poderes y otras esferas de competencia que lo mantengan en su justo límite. Es éste el principio del «Estado de derecho» en el cual es soberana la ley y no la voluntad arbitraria de los hombres” (San Juan Pablo II. Enc. Centesimus annus, n. 44).