Al negar una ley universal de naturaleza, la conciencia se convierte en un pelele del clima cultural en el que nos desenvolvemos
Con frecuencia, quienes defienden la eutanasia conciben grotescamente a sus detractores como una suerte de retrasados mentales, por considerar que su vida es propiedad de una fantasmagoría delirante a la que llaman Dios. Y proclaman, a renglón seguido, que el único dueño de nuestra vida es uno mismo. Pero, al hacer esta proclama, están incurriendo en una fantasmagoría infinitamente más delirante. Pues, aun suponiendo que Dios no exista, quien lo considera dueño de su vida al menos está respetando el sentido real de la ‘propiedad’, que para existir presupone dos realidades sustantivas y separadas.
Somos dueños de una casa, de una tierra o de la obra salida de nuestras manos; pero no podemos ser dueños de nosotros mismos. Lo explica José María Vaquero en un libro muy perspicaz de reciente publicación, Eutanasia: de la buena muerte y sus aristas, en el que aborda este controvertido asunto desde el más puro materialismo filosófico. Y Vaquero observa muy atinadamente que, al proclamarnos dueños de nuestro cuerpo, estamos incurriendo en una disociación esquizoide de nuestra integridad personal. ¿Quién es dueño de nuestro cuerpo? ¿El alma? ¿Pero no era el alma un principio vital infundido por Dios? ¿Puede creer en la existencia del alma alguien que no cree en Dios?
El alma −para cualquier creyente que no esté infectado de espiritualismos absurdos− es indisociable del cuerpo mientras dura nuestra vida terrenal; no puede ‘salirse’ del cuerpo para formar una realidad separada que proclama su propiedad sobre el cuerpo. Así pues, quien afirma ser dueño de su cuerpo incurre en una parodia grotesca y locoide de las creencias religiosas.
¿O tal vez, al hacer esta afirmación, está reconociendo la existencia de la ‘conciencia’? Una conciencia que, por supuesto, ya no sería el juicio de la razón práctica que dictamina el valor moral de los propios actos, conforme a una ley universal de naturaleza, según establece la filosofía aristotélica (y también la kantiana, por cierto). Se trataría, más bien, de una conciencia entendida como fuerza compulsiva que decide a su libre arbitrio sobre el bien y sobre el mal, y que considera que tal juicio es verdadero por un criterio puramente emotivista de ‘conformidad con uno mismo’; o sea, la conciencia entendida como justificación de nuestra propia subjetividad.
Pero afirmar tal cosa equivale a decir que la conciencia no es libre. Pues, como también observa José María Vaquero, la conciencia no puede ser una entidad desconectada y flotante en el vacío. Si no está conectada a una ley universal, tiene que estar necesariamente conectada a la coyuntura en la que vivimos; es decir, tiene que estar determinada −como afirmaba Marx− por el ‘ser social’, por el proceso histórico-cultural en que estamos inmersos. Al negar una ley universal de naturaleza, la conciencia se convierte en un pelele del clima cultural en el que nos desenvolvemos. Apelar a una supuesta libertad de conciencia según la cual es el individuo el que determina su decisión se convierte en algo ridículo: son siempre las ‘circunstancias’ las que nos determinan nuestra acción.
Y las ‘circunstancias’ que moldean la conciencia del enfermo que reclama la eutanasia son antípodas de un ejercicio de auténtica libertad. En un estudio que acaba de publicarse en Canadá, leemos que una de cada tres personas que solicitan la eutanasia alega «la percepción de ser una carga para la familia, los amigos o los cuidadores»; y a ellas se suma una de cada ocho que alega padecer «aislamiento o soledad». No son personas, pues, ‘dueñas’ de su vida, ni ‘libres’ para concluirla; son personas cuya conciencia ha sido moldeada por circunstancias penosas, que en muchos casos no se limitan siquiera a los padecimientos propios, sino que incluyen los padecimientos que otras personas les infligen, abandonándolas o haciéndoles percibir como una carga.
«Quien tiene un ‘por qué’ para vivir puede soportar cualquier ‘cómo’», afirmaba Nietzsche. Y, ciertamente, hay ‘cómos’ muy aflictivos; pero esa aflicción es directamente proporcional a la falta de ‘por qués’ para conservar la vida. Y esos ‘por qués’ que dan sentido a nuestra vida no son fantasmagorías, sino realidades sustantivas y separadas de nosotros mismos. Realidades que nos pertenecen y a las que podemos pertenecer, porque no somos seres soberanos y autónomos, sino dependientes y vinculados. Y esos vínculos y dependencias son los que nos hacen verdaderamente libres y alumbran nuestra razón para conservarnos vivos. La conducta ética consiste en restaurar esos ‘por qués’ que los enfermos han perdido; aceptar su ausencia, para después solucionar el vacío administrándoles la muerte, es una eutanasia de la razón.