El Santo Padre centró su catequesis de hoy, durante la Audiencia general, en el tema “Jesús, hombre de oración”. Con ella inicia un nuevo ciclo de catequesis centrado ahora en la oración en el Nuevo Testamento
Queridos hermanos y hermanas:
En nuestras catequesis sobre la oración, después de haber recorrido los testimonios del Antiguo Testamento, hoy fijamos nuestra atención en Jesús, que quiso comenzar su misión pública en el río Jordán, donde el pueblo reunido en espíritu de oración recibía de Juan un bautismo de penitencia. Y aunque Jesús no lo necesitaba, quiso ser bautizado en obediencia a la voluntad del Padre y en solidaridad con nuestra condición humana.
Jesús no es un Dios lejano, no tomó distancia del pueblo pecador y desobediente, sino que se unió a su oración, y se sumergió en las mismas aguas de purificación, no por sí mismo, sino por todos nosotros, pecadores. Ya desde el inicio de su misión, quiso ponerse a la cabeza del pueblo penitente, para abrirle camino e invitarlo a seguirlo. Esta es la novedad de la plenitud de los tiempos: el Hijo de Dios bajó del cielo por todos nosotros, hombres y mujeres, haciéndose nuestro hermano, y continúa elevando su oración filial al Padre junto con la humanidad y por toda la humanidad.
San Lucas evidencia el clima de oración en el que se dio el bautismo: mientras Jesús estaba en oración, se abrió el cielo y descendió el Espíritu Santo, y se oyó la voz del Padre, que proclamó la verdad sobre Él: «Tú eres mi Hijo, el amado, en ti me complazco». Por eso, en todos los momentos de la vida terrenal de Jesucristo, incluso en los más duros y amargos, Él no estaba sólo y sin refugio: Él vivía en el Padre, y su oración personal se transformará, en Pentecostés, en la oración de todos los bautizados.
Hoy, en esta audiencia, como hemos hecho en las audiencias anteriores, me quedaré aquí. A mí me gustaría mucho bajar, saludar a cada uno, pero tenemos que mantener la distancia, porque si bajo se hace una aglomeración para saludar, y eso va contra las precauciones que debemos tener ante esta “señora” que se llama Covid y que nos hace tanto daño. Por eso, perdonadme si no bajo a saludaros: os saludo desde aquí, pero os llevo a todos en el corazón. Y vosotros, llevadme a mí en el corazón y rezad por mí. A distancia se puede rezar uno por otro; gracias por vuestra comprensión.
En nuestro itinerario de catequesis sobre la oración, después de haber recorrido el Antiguo Testamento, llegamos ahora a Jesús. ¡Porque Jesús rezaba! El inicio de su misión pública tiene lugar con el bautismo en el río Jordán. Los evangelistas coinciden al atribuir importancia fundamental a este episodio. Narran que todo el pueblo se había recogido en oración, y especifican que ese reunirse tenía un claro carácter penitencial (cfr. Mc 1,5; Mt 3,8). El pueblo iba a Juan a bautizarse para el perdón de los pecados: hay un carácter penitencial, de conversión.
El primer acto público de Jesús es, pues, la participación en una oración coral del pueblo, una oración del pueblo que va a bautizarse, una oración penitencial, donde todos se reconocían pecadores. Por eso el Bautista quiso oponerse, y dice: «Soy yo el que necesita ser bautizado por ti, ¿y tú vienes a mí?» (Mt 3,14). El Bautista sabe quién es Jesús. Pero Jesús insiste: el suyo es un acto que obedece a la voluntad del Padre (v. 15), un acto de solidaridad con nuestra condición humana. Él reza con los pecadores del pueblo de Dios. Metámonos esto en la cabeza: Jesús es el Justo, no es pecador. Pero ha querido descender hasta nosotros, pecadores, y reza con nosotros; y cuando nosotros rezamos, Él está con nosotros rezando: está con nosotros porque está en el cielo rezando por nosotros. Jesús siempre reza con su pueblo, siempre reza con nosotros: siempre. Nunca rezamos solos, siempre rezamos con Jesús. No se queda en la otra orilla del río —“Yo soy justo, vosotros pecadores”— para marcar diferencias y distancia del pueblo desobediente, sino que sumerge sus pies en las mismas aguas de purificación. Se hace como un pecador. Y esa es la grandeza de Dios que envió a su Hijo, se anonadó a sí mismo y apareció como un pecador.
Jesús no es un Dios distante, y no puede serlo. La encarnación lo reveló de una manera completa y humanamente impensable. Así, inaugurando su misión, Jesús se pone a la cabeza de un pueblo de penitentes, como encargándose de abrir una brecha a través de la cual todos, después de Él, debemos tener el valor de pasar. Y la senda, el camino, es difícil, pero Él va abriendo camino. El Catecismo de la Iglesia Católica explica que esa es la novedad de la plenitud de los tiempos. Dice: «La oración filial, que el Padre esperaba de sus hijos va a ser vivida por fin por el propio Hijo único en su Humanidad, con los hombres y en favor de ellos» (n. 2599). Jesús reza con nosotros. Metámonos esto en la cabeza y en el corazón: Jesús reza con nosotros.
Ese día, a orillas del río Jordán, está, por tanto, toda la humanidad, con sus anhelos tácitos de oración. Sobre todo está el pueblo de los pecadores: los que pensaban que no podían ser amados por Dios, los que no se atrevían a traspasar el umbral del templo, los que no rezaban porque no se sentían dignos. Jesús vino para todos, incluso para ellos, y comienza precisamente por unirse a ellos, a la cabeza.
Sobre todo el Evangelio de Lucas destaca el clima de oración en el que tuvo lugar el bautismo de Jesús: «Sucedió que cuando todo el pueblo estaba bautizándose, bautizado también Jesús y puesto en oración, se abrió el cielo» (3,21). Rezando, Jesús abre la puerta de los cielos, y por esa brecha desciende el Espíritu Santo. Y desde lo alto una voz proclama la verdad maravillosa: «Tú eres mi Hijo, el Amado, en ti me he complacido» (v. 22). Esta sencilla frase encierra un inmenso tesoro: nos hace intuir algo del misterio de Jesús y de su corazón siempre dirigido al Padre. En el torbellino de la vida y del mundo que llegará a condenarlo, incluso en las experiencias más duras y tristes que tendrá que soportar, también cuando experimenta que no tiene dónde reclinar la cabeza (cfr. Mt 8,20), o cuando el odio y la persecución se desatan a su alrededor, Jesús no se queda nunca sin el refugio de un hogar: habita eternamente en el Padre.
Esa es la grandeza única de la oración de Jesús: el Espíritu Santo toma posesión de su persona y la voz del Padre atestigua que Él es el amado, el Hijo en el que Él se refleja plenamente. Esa oración de Jesús, que a orillas del río Jordán es totalmente personal —y así será durante toda su vida terrena—, en Pentecostés se convertirá por gracia en la oración de todos los bautizados en Cristo. Él mismo obtuvo ese don para nosotros, y nos invita a rezar como Él rezaba.
Por eso, si en una noche de oración nos sentimos débiles y vacíos, si nos parece que la vida es completamente inútil, en ese instante debemos suplicar que la oración de Jesús se haga nuestra. “Yo no puedo rezar hoy, no sé qué hacer: no me siento capaz, soy indigno, indigna”. En ese momento hay que encomendarse a Él para que rece por nosotros. Él en ese momento está delante del Padre rezando por nosotros, es el intercesor; muestra al Padre las llagas, por nosotros. ¡Tengamos confianza! Si tenemos confianza, escucharemos una voz del cielo, más fuerte que la que sube de nuestros bajos fondos, y escucharemos esa voz susurrando palabras de ternura: “Tú eres el amado de Dios, tú eres hijo, tú eres la alegría del Padre de los cielos”. Precisamente por nosotros, para cada uno de nosotros se hace eco la palabra del Padre: aunque fuéramos rechazados por todos, pecadores de la peor especie. Jesús no bajó a las aguas del Jordán por Él, sino por todos nosotros. Era todo el pueblo de Dios el que se acercaba al Jordán a rezar, a pedir perdón, a ese bautismo de penitencia. Y como dice un teólogo, se acercaban al Jordán “desnuda el alma y desnudos los pies”. Así es la humildad. Para rezar es necesario humildad. Ha abierto los cielos, como Moisés abrió las aguas del mar Rojo, para que todos pudiéramos pasar tras Él. Jesús nos ha regalado su propia oración, que es su diálogo de amor con el Padre. Nos la dio como una semilla de la Trinidad, que quiere echar raíces en nuestro corazón. ¡Acojámosla! Acojamos ese don, el don de la oración. Siempre con Él. Y no nos equivocaremos.
Saludo cordialmente a los fieles de lengua francesa. Jesús nos ofrece su oración, su diálogo de amor con el Padre. Hagámoslo nuestro, sobre todo en los momentos difíciles, para vivirlos con fe, con la ayuda de su ternura. Dios os bendiga.
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua inglesa. Sobre vosotros y vuestras familias invoco la alegría y la paz de Cristo. Dios os bendiga.
Saludo de corazón a los fieles de lengua alemana. Agradezcamos al Señor el don del bautismo, por medio del cual hemos sido hechos hijos de Dios y miembros del Cuerpo místico de Cristo que es la Iglesia. Vivamos y compartamos esta gracia inefable con alegría espiritual, permaneciendo siempre profundamente arraigados en el amor paterno de Dios.
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española. Que el Señor Jesús nos conceda la gracia de hacer que su oración, que es diálogo de amor con el Padre, se convierta también en la nuestra, con la seguridad de que Dios nos ama, nos perdona y nos invita a vivir como hijos e hijas suyos en intimidad con Él. Que Dios los bendiga a todos.
Queridos peregrinos de lengua portuguesa, os saludo cordialmente. Que nada pueda impediros vivir y crecer en la amistad del Padre celeste y dar testimonio a todos de su bondad y misericordia. Sobre vosotros y vuestras familias invoco su Bendición.
Saludo a los fieles de lengua árabe. La oración cristiana es invocación hecha con fe, esperanza y caridad que implica confianza en la voluntad de Dios. El Señor os bendiga a todos y os proteja siempre de todo mal.
Saludo cordialmente a los peregrinos polacos. El pasado 22 de octubre hemos celebrado la memoria litúrgica de San Juan Pablo II, en este año centenario de su nacimiento. Siempre exhortó a un amor privilegiado por los últimos e indefensos y por la protección de todo ser humano, desde la concepción hasta la muerte natural. Por intercesión de María Santísima y del Santo Pontífice polaco, pido a Dios que suscite en el corazón de todos el respeto por la vida de nuestros hermanos, especialmente de los más frágiles e indefensos, y que dé fuerza a quienes los acogen y los cuidan, incluso cuando requiere un amor heroico. Dios os bendiga.
Dirijo un cordial saludo a los fieles de lengua italiana. Hoy la Iglesia celebra la fiesta de los Santos Apóstoles Simón y Judas Tadeo. Os animo a seguir su ejemplo poniendo siempre a Cristo en el centro de vuestra vida, para ser verdaderos testigos de su Evangelio en nuestra sociedad.
Finalmente, mi pensamiento, como siempre, para los ancianos, jóvenes, enfermos y recién casados. Deseo a cada uno crecer cada día en la contemplación de la bondad y la ternura que irradia de la persona de Cristo. Gracias.
Me uno al dolor de las familias de los jóvenes estudiantes brutalmente asesinados el sábado pasado en Kumba, Camerún. Siento un gran desconcierto por un acto tan cruel e insensato, que ha arrebatado la vida de pequeños inocentes mientras estaban en clase en el colegio. ¡Qué Dios ilumine los corazones, para que gestos similares no se repitan nunca más y para que las atormentadas regiones del noroeste y suroeste del país puedan finalmente encontrar la paz! Espero que las armas se callen y se pueda garantizar la seguridad de todos y el derecho de cada joven a la educación y al futuro. Expreso a las familias, a la ciudad de Kumba y a todo Camerún mi afecto e invoco el consuelo que solo Dios puede dar.
Fuente: vatican.va / romereports.com
Traducción de Luis Montoya
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