Si no se busca y ama la verdad, la libertad se convierte en una fuerza errática, en un juego de azar
La libertad es poder y fuerza, al servicio del bien de cada persona. Podemos utilizarla bien o mal, como todo poder. Y no hacen falta muchos argumentos para demostrar que somos libres: es un hecho universal que cada uno experimenta cuando lleva las riendas de su actuación. El problema, por tanto, no es el de ser libre (interior y personalmente), porque ya lo somos (y nadie nos puede despojar de esa libertad interior); sino el de usar bien de nuestra libertad. “Hasta que no llega a encontrarse definitivamente con su bien último que es Dios, la libertad implica la posibilidad de elegir entre el bien y el mal, y por tanto, de crecer en perfección o de flaquear y pecar. La libertad caracteriza los actos propiamente humanos. Se convierte en fuente de alabanza o de reproche, de mérito o de demérito” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1.732).
Libertad y responsabilidad forman un binomio inseparable. La libertad no es neutra, como si fuera un juego de azar. No basta con que una acción humana sea libre: conviene que además sea buena. La libertad no es sinónimo del instinto desbocado, del capricho frívolo, del voluntarismo ambicioso y prepotente. La libertad es siempre fuente de responsabilidades, ante Dios y ante los hombres: “Seguir a Cristo no significa refugiarse en el templo, encogiéndose de hombros ante el desarrollo de la sociedad, ante los aciertos o las aberraciones de los hombres o de los pueblos. La fe cristiana, al contrario, nos lleva a ver el mundo como creación del Señor, a apreciar, por tanto, todo lo noble y todo lo bello, a reconocer la dignidad de cada persona, hecha a imagen de Dios, y a admirar ese don especialísimo de la libertad, por la que somos dueños de nuestros propios actos y podemos −con la gracia del Cielo− construir nuestro destino eterno” (San Josemaría Escrivá. Es Cristo que pasa, n. 99).
El miedo a la responsabilidad sería, por eso, en el fondo miedo a la libertad y a su dinamismo. “La libertad hace al hombre responsable de sus actos en la medida en que éstos son voluntarios. El progreso en la virtud, el conocimiento del bien, y la ascesis acrecientan el dominio de la voluntad sobre los propios actos” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1.734).
El Catecismo de la Iglesia Católica (n. 1.739) señala también cómo la libertad humana, que es un bien de máxima excelencia, puede dar lugar, si se usa mal, a graves daños: “La libertad del hombre es finita y falible. De hecho el hombre erró. Libremente pecó. Al rechazar el proyecto del amor de Dios, se engañó a sí mismo y se hizo esclavo del pecado. Esta primera alienación engendró una multitud de alienaciones. La historia de la humanidad, desde sus orígenes, atestigua desgracias y opresiones nacidas del corazón del hombre a consecuencia de un mal uso de la libertad”.
He aquí un valiosísimo tema para la reflexión personal, que ayuda a asomarse a la profundidad del alma humana y de los insondables designios de Dios: “¿por qué me has dejado, Señor, este privilegio, con el que soy capaz de seguir tus pasos, pero también de ofenderte? Llegamos así a calibrar el recto uso de la libertad si se dispone hacia el bien; y su equivocada orientación, cuando con esa facultad el hombre se olvida, se aparta del Amor de los amores. La libertad personal −que defiendo y defenderé siempre con todas mis fuerzas− me llevará a demandar con convencida seguridad, consciente de mi propia flaqueza: ¿qué esperas de mí, Señor, para que yo voluntariamente lo cumpla?” (San Josemaría Escrivá. Amigos de Dios, n. 26).
Como se apuntaba más atrás, la libertad es una prodigiosa capacidad de la persona humana, pero no una fuerza ciega, sin rumbo. Hay un nexo constitutivo entre la libertad y la verdad: “La verdad os hará libres” (Juan 8, 32). Si no se busca y ama la verdad, la libertad se convierte en una fuerza errática, en un juego de azar. “La libertad adquiere su auténtico sentido cuando se ejercita en servicio de la verdad que rescata, cuando se gasta en buscar el amor infinito de Dios, que nos desata de todas las servidumbres. ¡Cada día aumentan mis ansias de anunciar a grandes voces esta insondable riqueza del cristiano: la libertad de la gloria de los hijos de Dios! (Romanos 8, 21)” (San Josemaría Escrivá. Amigos de Dios, n. 27).
Somos libres para obrar el bien, pero podemos obrar el mal. A pesar del lastre del pecado original y de los pecados personales, cada hombre tiene luces suficientes para poder discernir. “En la profundidad de su conciencia descubre el hombre una ley que no se da él mismo, sino a la que debe obedecer y cuya voz resuena con claridad a los oídos del corazón cuando conviene, invitándole siempre con voz apagada a amar y obrar el bien y evitar el mal: haz esto y evita lo otro” (Conc. Vaticano II. Const. Gaudium et spes, n. 16).