Este maravilloso valor humano se entronca con la posibilidad de vivir a plenitud la fe cristiana
“El hombre es racional, y por ello semejante a Dios; fue creado libre y dueño de sus actos”. Así escribía en el siglo II San Ireneo de Lyon (Adversus haereses 4, 4, 3), recogiendo una perenne enseñanza cristiana, bien fundamentada en el Evangelio. Sin embargo, por rutinas y deformaciones, en ambientes y períodos diversos, esta realidad ha producido entre algunos cristianos una cierta desazón y desconfianza. Se prefería hablar de obligaciones, sin más. Explícita o implícitamente se decía: ¡La libertad es peligrosa! Y, sin embargo, este maravilloso valor humano se entronca con la posibilidad de vivir a plenitud la fe cristiana.
La Historia se desenvuelve por el dinamismo de la libertad humana. El hombre tiene la capacidad de autodeterminar su conducta, adoptando decisiones propias, para bien o para mal. “Dios ha creado al hombre racional confiriéndole la dignidad de una persona dotada de la iniciativa y del dominio de sus actos. «Quiso Dios dejar al hombre en manos de su propia decisión (Eclesiástico 15, 14), de modo que busque a su Creador sin coacciones y, adhiriéndose a Él, llegue libremente a la plena y feliz perfección»”. (Conc. Vaticano II. Const. Gaudium et spes, n. 17).
La libertad interior de cada persona es un hecho inicial, experimentado cada día, que se manifiesta como recibido. Es un don o regalo de gran categoría, que Dios ha hecho al hombre; y merece por esto que la respetemos y amemos. “La libertad es el poder, radicado en la razón y en la voluntad, de obrar o de no obrar, de hacer esto o aquello, de ejercitar así por sí mismo acciones deliberadas. Por el libre arbitrio cada uno dispone de sí mismo. La libertad es en el hombre una fuerza de crecimiento y maduración en la verdad y en la bondad. La libertad alcanza su perfección cuando está ordenada a Dios, nuestra bienaventuranza” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1.731).
Sería ridículo tenerle miedo a la libertad, que nos permite trazar personalmente nuestro rumbo en la vida. Sólo el bien conocido y libremente querido es un bien en el pleno sentido de la palabra. Entre los bienes humanos más excelentes figura la libertad personal. Ciertamente la libertad es un patrimonio de todo hombre y de cada hombre. Ese don de Dios ha sido repartido con largueza. La fe cristiana ayuda a descubrirlo, valorarlo y agradecerlo.
Amar y respetar la libertad de las otras personas es amar y respetar su intransferible dignidad. “La libertad se ejercita en las relaciones entre los seres humanos. Toda persona humana, creada a imagen de Dios, tiene el derecho natural de ser reconocida como libre y responsable. Todo hombre debe prestar a cada cual el respeto al que éste tiene derecho. El derecho al ejercicio de la libertad es una exigencia inseparable de la dignidad de la persona humana, especialmente en materia moral y religiosa. Este derecho debe ser reconocido y protegido civilmente dentro de los límites del bien común y del orden público” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1.738).
El fundamento de una real y verdadera democracia no es la indiferencia ante los problemas ni el escepticismo ante la verdad, sino la positiva valoración de la libertad de los demás y de la propia. El amor a la libertad engendra la conciencia clara de un saludable pluralismo en todos los asuntos temporales, terrenos, que Dios ha querido que sean opinables: “Sería empequeñecer la fe reducirla a una ideología terrena, enarbolando un estandarte político-religioso para condenar, no se sabe en nombre de qué investidura divina, a los que no piensan del mismo modo en problemas que son, por su propia naturaleza, susceptibles de recibir numerosas y diversas soluciones” (San Josemaría Escrivá. Es Cristo que pasa, n. 99).
Detrás de las actitudes agresivas e intolerantes, asoma la oreja del déspota, que intenta imponer su arbitrio a los demás, quizás con la coartada de que son ellos los intolerantes.