Evangelio del Domingo 26º del Tiempo Ordinario (Ciclo A) y comentario al evangelio de la Misa
¿Qué os parece? Un hombre tenía dos hijos; dirigiéndose al primero, le mandó: “Hijo, vete hoy a trabajar en la viña”. Pero él le contestó: “No quiero”. Sin embargo se arrepintió después y fue. Se dirigió entonces al segundo y le dijo lo mismo. Éste le respondió: “Voy, señor”; pero no fue. ¿Cuál de los dos hizo la voluntad del padre?
− El primero −dijeron ellos.
Jesús prosiguió:
− En verdad os digo que los publicanos y las meretrices van a estar por delante de vosotros en el Reino de Dios. Porque vino Juan a vosotros con un camino de justicia y no le creísteis; en cambio, los publicanos y las meretrices le creyeron. Pero vosotros, ni siquiera viendo esto os arrepentisteis después para poder creerle.
La escena del Evangelio se sitúa en el Templo de Jerusalén. Jesús estaba allí enseñando a la gente y se acercaron unos príncipes de los sacerdotes y ancianos del pueblo, interrumpiéndolo de malos modos y pidiéndole explicaciones acerca de quién le había dado poder para llevar a cabo lo que hacía (cf. Mt 21,23-27). Estos personajes pensaban que sólo ellos estaban capacitados para enseñar al pueblo la ley de Dios, como intérpretes auténticos de la voluntad divina y guías del pueblo elegido por el Señor.
Jesús les responde con una parábola que se ajusta a una temática con una gran tradición en Israel: la distinta reacción de dos hermanos ante un mismo hecho. Los relatos acerca de Caín y Abel, Ismael e Isaac, o Esaú y Jacob eran bien conocidos por aquellos hombres. En este caso, uno de los hermanos presume de querer cumplir la voluntad del padre −como esos personajes que se enfrentan a Jesús−, pero sin embargo no lo hace. En cambio, el otro manifiesta públicamente su rechazo a hacer lo que el padre les ha pedido −como cualquier pecador, que actúa en contra de la ley divina− pero luego recapacita, se arrepiente, y cumple la voluntad de su padre.
Entonces, y ahora, no faltan personas que no tienen nada contra Dios, pero su respuesta a los requerimientos divinos es tan desganada que, a la menor complicación, ya no hacen aquello que debían y, además, se consideran suficientemente excusados de hacerlo. Su práctica religiosa es tan rutinaria que no les inquieta lo más mínimo dejar al margen de sus vidas lo que para Dios es importante.
Las palabras de Jesús son una invitación a reaccionar. “Tú y yo -decía san Josemaría− hemos de recordarnos y de recordar a los demás que somos hijos de Dios, a los que, como a aquellos personajes de la parábola evangélica, nuestro Padre nos ha dirigido idéntica invitación: hijo, ve a trabajar a mi viña. Os aseguro que, si nos empeñamos diariamente en considerar nuestras obligaciones personales, como un requerimiento divino, aprenderemos a terminar la tarea con la mayor perfección humana y sobrenatural de que seamos capaces. Quizá en alguna ocasión nos rebelemos −como el hijo mayor que respondió: no quiero−, pero sabremos reaccionar, arrepentidos, y nos dedicaremos con mayor esfuerzo al cumplimiento del deber”[1].
Jesús conoce bien el corazón humano, y se hace cargo de las dificultades y conflictos con los que hemos de enfrentarnos cada día, tanto en la propia interioridad −la tensión por vencer la pereza o la desgana− como en el ámbito familiar, profesional o entre amigos −el estar más atentos a qué hacen los demás que a ocuparnos de hacer bien lo nuestro, aunque otros no lo hagan. Como observa el Papa Francisco mencionando entre otras esta escena, Jesús “conoce las ansias y las tensiones de las familias incorporándolas en sus parábolas: desde los hijos que dejan sus casas para intentar alguna aventura (cf. Lc 15, 11-32) hasta los hijos difíciles con comportamientos inexplicables (cf. Mt 21, 28-31) o víctimas de la violencia (cf. Mc 12, 1-9)”[2]. Dios se hace cargo de nuestras dificultades, pero aguarda con paciencia nuestra rectificación y nuestra respuesta generosa como la del hijo rebelde.
La conclusión de la parábola tiene palabras fuertes: “en verdad os digo que los publicanos y las meretrices van a estar por delante de vosotros en el Reino de Dios” (v. 31). Esto es, los que sufren a causa de sus pecados y tienen deseo de un corazón puro, están más cerca del Reino de Dios que muchos que se llaman cristianos pero que son indolentes. Piensan que ya hacen suficiente, y no dejan que el arrepentimiento de sus culpas ni el amor de Dios toque sus corazones.
Fuente: opusdei.org.
[1] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 57.
[2] Francisco, Amoris laetitia, n. 21.
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