Con esta expresión no nos referimos a ningún acontecimiento futuro, como si la plenitud hubiera de esperarse más adelante, quizás como fruto de una evolución perfectiva de la humanidad
San Pablo, escribiendo a los Gálatas (4, 4), señala con estas palabras el cumplimiento de las promesas de Dios para la salvación de los hombres, mediante la anunciación a María del designio divino. “María es invitada a concebir a aquél en quien habitará «corporalmente la plenitud de la divinidad» (Colosenses 2, 9). La respuesta divina a su «¿cómo será esto, puesto que no conozco varón?» (Lucas 1, 34) se dio mediante el poder del Espíritu: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti» (Lucas 1, 35)” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 484).
La plenitud de los tiempos ha ocurrido ya. El año 2.000 hemos celebrado un especial aniversario de aquel acontecimiento que está en el centro de la historia humana, y que le confiere plenitud de significado.
De Jesucristo afirma el Credo que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo y nació de Santa María Virgen. La fe católica acerca de Cristo ilumina la figura esplendorosa de María: Dios envió a su Hijo a la tierra, y para darle un cuerpo humano quiso la libre cooperación de una criatura, de una mujer, bendita entre todas las mujeres. Escogió desde toda la eternidad, para ser la Madre de su Hijo, “a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la casa de David; el nombre de la virgen era María” (Lucas 1, 26-27). Para ello, María “fue dotada por Dios con dones a la medida de una misión tan importante” (Conc. Vaticano II. Const. Lumen gentium, n. 56). Fue llena de gracia desde el primer instante de su ser natural: es lo que llamamos la inmaculada concepción de María, verdad de fe proclamada por el Papa Pío IX el 8 de diciembre de 1854. Es una abundancia de gracia del todo singular: ella es “redimida de la manera más sublime en atención a los méritos de su Hijo” (cf. Ibidem, n. 53). Por una especial ayuda de Dios María permaneció pura de todo pecado personal, a lo largo de toda su vida terrena.
Así cuando le llega el anuncio e invitación del arcángel Gabriel, la Virgen está preparada: concebirá y dará a luz al Hijo del Altísimo, por la virtud del Espíritu Santo, sin intervención de varón. Y Ella responde: “He aquí la esclava del Señor: hágase en mí según tu palabra” (Lucas 1, 37-38). De esta manera se entregó por completo al designio divino de la Redención de los hombres, a través de la Encarnación de su Hijo. Los Evangelios llaman a María, en repetidas ocasiones, la Madre de Jesús; y como Jesús es Dios, en la unidad de su única Persona divina, María es por ello Madre de Dios.
A la vez la fe católica proclama la virginidad perpetua de María, ya desde las primeras formulaciones de la fe. “Los Padres ven en la concepción virginal el signo de que es verdaderamente el Hijo de Dios el que ha venido en una humanidad como la nuestra” (Catecismo…, n. 496). Es una obra divina, que está por encima del poder y de la comprensión de los hombres. El ángel manifestó a José: “Lo concebido en ella viene del Espíritu Santo” (Mateo 1, 20). Es el cumplimiento de la promesa, hecha siglos antes, a través del profeta Isaías: “He aquí que la virgen concebirá y dará a luz un hijo” (Isaías 7, 14).
La fe cristiana, en su paulatina profundización, ha confesado la virginidad real y perpetua de María, la siempre Virgen; antes del parto, en el parto y después del parto. El nacimiento de Cristo “lejos de disminuir consagró la integridad virginal” de su madre (Conc. Vaticano II. Const. Lumen gentium, n. 57). Si bien el Nuevo Testamento menciona a los hermanos y hermanas de Jesús, lo hace siguiendo la usanza bíblica de llamar de esta manera a los parientes próximos: primos, tíos, sobrinos, etc., tal como aparece claramente en diversos pasajes del Antiguo Testamento. “Jesús es el Hijo único de María. Pero la maternidad espiritual de María se extiende (cf Juan 19, 26-27; Apocalipsis 12, 17) a todos los hombres, a los cuales Él vino a salvar: «Dio a luz al Hijo, al que Dios constituyó el mayor de muchos hermanos (Romanos 8, 29), es decir de los creyentes, a cuyo nacimiento y educación colabora con amor de madre» (Conc. Vaticano II. Const. Lumen gentium, n. 63)” (Catecismo…, n. 501).
La virginidad de María destaca la plena iniciativa de Dios en la Encarnación. “Jesús no tiene como Padre más que a Dios” (Catecismo…, n. 503); así como la plena disponibilidad y fidelidad de María. Ella es la nueva Eva, madre de la humanidad redimida, con una fecundidad sin igual. Es figura y ejemplar de la Iglesia: “La Iglesia se convierte en Madre por la palabra de Dios acogida con fe, ya que, por la predicación y el bautismo, engendra para una vida nueva e inmortal a los hijos concebidos por el Espíritu Santo y nacidos de Dios. También ella es virgen que guarda íntegra y pura la fidelidad prometida al Esposo” (Conc. Vaticano II. Const. Lumen gentium, n. 649).