En su obcecación, el soberbio lo estropea todo, comenzando por uno mismo, al tener una imagen suya deformada, irreal
Nos hemos preguntado alguna vez cómo caemos a los demás, qué cualidades debemos tener para estar bien considerados, para ser tenidos en cuenta. Nos gusta dar una buena imagen. Ahora, nos fijamos enseguida en el físico: si soy sexi, si estoy en forma, si soy guay; después en el poder adquisitivo: tengo posibles; la personalidad: tengo tirón, soy interesante… Pero lo que hace a una persona atractiva va por otro lado, nos cae bien el sencillo, auténtico, directo, templado, en definitiva: humilde.
El pretencioso, el que va de interesante, el creidillo desprende un tufillo que detecta toda pituitaria y produce rechazo. En cambio, el auténtico, aunque tenga poco, tiene más valor. Santa Teresa decía que humildad es andar en verdad, y es cierto que no somos ni los más listos, guapos, ricos…; por eso, el respeto hacia las opiniones de los otros, el no querer imponer las nuestras, la actitud sencilla es muy valorada. Estar en la verdad de uno mismo, ser conscientes de nuestras limitaciones y también de nuestras virtudes y actuar en consecuencia; ser humildes nos hace más asequibles y más valorados. No caigamos en el infantilismo de pensar que somos perfectos, que todo lo hacemos bien, que nuestras ideas son las mejores, y pretender que todos hagan lo que digo y como yo lo digo.
Lo contrario a la humildad es la soberbia, actitud que ciega mucho. Comparándolas, decía san Agustín: “Esta sencillez es propia de los grandes; la soberbia, en cambio, es la falsa grandeza de los débiles, que, cuando se adueña de la mente, levantándola la derriba; inflándola la vacía, y de tanto extenderla, la rompe. El humilde no puede dañar; el soberbio no puede no dañar”.
En su obcecación, el soberbio lo estropea todo, comenzando por uno mismo, al tener una imagen suya deformada, irreal. Parte de falsos presupuestos, no se deja aconsejar y, cuando ve que no le hacen caso, descalifica a los demás, los empequeñece. En cambio, el que anda en la verdad y vive de ella engrandece a los demás, sabe ver lo positivo, lo bueno que tienen.
¿Cómo crecer en esta virtud? Primero hay que valorarla, pues podemos pensar que es una virtud de los débiles; que tener una actitud respetuosa, educada es servilismo, algo enfermizo. Después, darnos un baño de realismo: ver nuestras limitaciones, la cantidad de proyectos que no somos capaces de sacar adelante, los propósitos que se quedan en el tintero.
Ahora, la crisis de la pandemia nos hace conscientes de las lagunas científicas y sociales de nuestro mundo idealizado, que el Mundo feliz de Huxley no lo es tanto. Pienso que una filosofía realista, la que se hace mirando por la ventana, saliendo a la calle, no la que es fruto de la imaginación, de los deseos y sueños, al acercarnos al mundo real, nos lleva a la humildad: las cosas, el mundo, la naturaleza, el cuerpo humano … son como son: limitados. No somos Dios, ni tenemos su poder. Debemos contar con nuestras limitaciones y con las de los demás.
En el Evangelio de hoy encontramos una escena que, en nuestra soberbia, nos puede costar entender: “Ella se acercó y se postró ante él diciendo: Señor, ayúdame. Él le contestó: No está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los perritos. Pero ella repuso: Tienes razón, Señor; pero también los perritos se comen las migajas que caen de la mesa de los amos”. El Señor permite, casi se puede decir que provoca, la humillación de la mujer cananea que implora la curación de su hija. Podría haberla curado a la primera, pero deja que insista, que se humille. Al final se conmueve con su actitud: “Jesús le respondió: Mujer, qué grande es tu fe: que se cumpla lo que deseas. En aquel momento quedó curada su hija”.
Es toda una lección para el soberbio, engreído, que se arrodilla ante múltiples ídolos, pero no ante Dios, y no respeta a los demás. Humillarnos frente a Dios, suplicarle, es una confesión de nuestra pequeñez. Ponernos de rodillas nos hace mucho bien, sirve a nuestra humildad; además Cristo se humilló primero, se inclinó ante los Apóstoles y les lavó los pies.
Tener una actitud comprensiva, sobre todo en el ambiente familiar, hace mucho bien y evita muchos males: no echar en cara los defectos y errores, disculpar sus fallos, ver lo positivo, pedir perdón por nuestros yerros, ser educados, dar las gracias y pedir las cosas por favor, tener detalles, corregir con delicadeza, sin humillar, aprender de los otros… Esto crea un ambiente grato, cálido que favorece las relaciones que tienden a tensarse con frecuencia.
Decía san Josemaría: “La humildad nos lleva como de la mano a esa forma de tratar al prójimo, que es la mejor: la de comprender a todos, convivir con todos, disculpar a todos; no crear divisiones ni barreras; comportarse −¡siempre!− como instrumentos de unidad” ¡Da gusto encontrarse con una persona humilde!