Atrapados como estamos en el paradigma de lo técnico-científico, de lo previsible, del mundo en nuestras manos, nos produce pavor lo inesperado
El covid-19 es uno de esos fenómenos que de pronto nos descontrola, por impensado. Y sin embargo, la vida de cada uno de nosotros, si lo reflexionamos, no deja de ser un prodigio admirable y sorprendente porque pende de un hilo.
Lo inesperado no se ha de resolver en desesperado, sino en esperanza. Los científicos trabajan denodadamente para encontrar una solución, una vacuna contra el SARS-CoV-2; y se encontrará, pero no hay que dejarse llevar por las prisas, que son malas consejeras; ni más por el anhelo que por la realidad. Todo llegará: no hay que pensar en que el que espera, desespera. Mientras tanto solo cabe esperar esperanzadamente; y naturalmente, protegernos.
Bertolt Brecht, en «Esperando a Godot», nos sitúa ante la frustración de una esperanza que se convierte en espera inútil de un personaje que nunca aparece y en el que los protagonistas han puesto toda su ilusión vital que finalmente se trastoca en vacuidad. En la escena final se dicen: ¿Qué, nos vamos? −Vamos. Y se quedan inmóviles.
Hanna Arendt, en cambio, en «La condición humana», nos insufla ánimos cuando indica que en la propia naturaleza del comienzo radica que se inicie algo nuevo que no puede esperarse de cualquier cosa que haya ocurrido antes. Este carácter de lo pasmoso e inesperado es inherente a todos los comienzos y a todos los orígenes: «Lo nuevo siempre se da en oposición a las abrumadoras desigualdades de las leyes estadísticas y de su probabilidad, que para todos los fines prácticos y cotidianos son certeza; por lo tanto, lo nuevo siempre aparece en forma de milagro. El hecho de que el hombre sea capaz de acción significa que cabe esperarse de él lo inesperado, que es capaz de realizar lo que es infinitamente improbable. Y una vez más esto es posible debido sólo a que cada hombre es único, de tal manera que con cada nacimiento algo singularmente nuevo entra en el mundo».
Quizá por eso, lo atractivo y atrayente del cristianismo es precisamente lo inesperado: que Dios muera por mí; y no al revés, que sería como más «lógico». De alguna manera hay una rebelión: no somos una cosa extraviada en este universo. Resuenan aquellas sabias palabras de Teresa de Ávila: «Si para recobrar lo recobrado tuve que haber perdido lo perdido. Si para conseguir lo conseguido tuve que soportar lo soportado. Si para estar ahora enamorada fue menester haber estado herida. Tengo por bien sufrido lo sufrido. Tengo por bien llorado lo llorado. Porque después de todo he comprendido que no se goza bien de lo gozado, sino después de haberlo padecido. Porque después de todo he comprobado que lo que tiene el árbol de florido vive de lo que tiene sepultado». Y así ha de ser en cada uno de nosotros en estas circunstancias tan peculiares en las que abunda el miedo y el sufrimiento.
Toda esta pesadilla pasará: no hay mal que cien años dure, dice el refrán. Pero ya nunca volveremos al punto de partida como si se tratara de un eterno retorno. La vida es maestra en historia. Y lo que estamos pasando deja huella; sin duda, esperanzada, porque solo esperan los que tienen el valor de la esperanza; y para encontrar la esperanza hay que ir más allá de la desesperanza que atenaza: ser valientes.