Pocas veces se nos insta a enseñar al que no sabe, a llevar hacia Dios al que está perdido. Para esto no hace falta ser un profesional de la caridad
Celebrábamos hace pocos días a San Camilo de Lelis, un santo dedicado a los pobres. Fue militar y posteriormente se convirtió al cristianismo y comenzó a dedicarse a cuidar a los necesitados. Fue ordenado sacerdote y fundó una sociedad destinada al servicio de los enfermos. Conocemos a varios santos que vivieron totalmente pendientes de los pobres. San Francisco de Asís es paradigmático, pero mucho más cercana está la Madre Teresa de Calcuta, con una dedicación ejemplar a los pobres en la India. El Papa Francisco no hace más que recordarnos la importancia de la misericordia, quizá sobre todo en Occidente, donde hay tanto derroche de dinero y tanto contraste entre ricos y pobres.
Aunque quizá precisamente en Occidente lo que más abunda es el pobre de fe, el carente de sentido. No sé cómo se contabilizarán los pobres materiales, aunque sí hay una cierta preocupación de las autoridades por evitar la extrema pobreza. Pero lo que sí sabemos es que hay una mayoría de ciudadanos que viven entre nosotros que tienen una pobreza interior descomunal. No hay que ir a buscarlos a no sé qué barrio o a un tipo de gente. Los tenemos a nuestro alrededor, en el vecindario, entre los compañeros de trabajo, en la propia familia.
Es mucho peor esta pobreza de sentido, pobreza de lo sobrenatural, porque el final del camino puede ser la autoexclusión de la eternidad con Dios. Los pobres materiales, que viven malamente, pidiendo limosna, tienen siempre un mínimo de ayuda, muchos lugares para comer, instituciones que proporcionan vestido o incluso donde pasar la noche. Pero hay poca gente que se plantee la dificultad de cubrir las necesidades más vitales de la persona relacionadas con el sentido de su vida, o sea su relación con Dios.
Se nos anima con frecuencia a dar de comer al hambriento, pero pocas veces se nos insta a enseñar al que no sabe, a llevar hacia Dios al que está perdido. Para esto no hace falta ser un profesional de la caridad. No hace falta ser sacerdote o religioso. Es más, es indudable que el cristiano de a pie, el católico de la calle, es el que puede hacer mucho bien, con su amistad, con su preocupación del día a día por las personas que le rodean. Hay mucho agnóstico, mucho católico que no practica, a quien no puede llegar el sacerdote, por muy buen espíritu que tenga, porque fácilmente a esas personas les produce rechazo.
Pero lo que sí pueden hacer los sacerdotes, los obispos, es mover a la caridad más auténtica y necesaria: el amor al prójimo que lleva a las personas con fe a preocuparse por los que están vacíos de Dios, a acercarse, a dedicarles tiempo, sobre todo si son de la misma familia, vecinos, personas a quien se llega por motivos deportivos, culturales, de aficiones. En la red hay infinidad de mensajes, historias ejemplares, homilías, etc., etc. Pero lo que necesita muchísima gente es comprensión, cercanía, ejemplaridad, doctrina clara expuesta de tú a tú tomando una cerveza. Hay una explosión de iniciativas virtuales que puede llevar a olvidar lo esencial.
Solo por la caridad, por el cariño cercano de amigo, se pueden resolver esas necesidades urgentes y tan frecuentes. Quizá una persona normal de la calle no tenga demasiadas posibilidades de dar de comer al hambriento, salvo alguna limosna, sabiendo además que en cualquier ciudad de España hay comedores de caridad para todos, pero lo que sí puede, cualquier persona que vive su relación con Dios con normalidad, es enseñar al que no sabe, dar ejemplo de vida cristiana, movidos por una caridad esencial que consiste en llevar a las almas hacia Dios.