La irrelevancia es levedad que no deja surco, como las olas del mar que borran las huellas de nuestras pisadas
Irrelevante es aquel en cuya vida no hay significación alguna, y al revés. Viene del latín relevare: el que (se) levanta o (se) alza de nuevo. Levantarse cuando se ha caído porque se tiene quien te dice: ¡ánimo, no hay nada perdido, sino que está todo por ganar! Solo el que queda atrapado en su agujero, y no se alza, queda postrado y se constituye en irrelevante: apena.
Hay que tener ánimo, coraje, ser encoratjador. Alentar: dar aliento, introducir aire puro, cobrar ánimo. No es fácil, porque es necesario tener un cuadro referencial. Uno no puede ser referente de sí mismo, ser autorreferencial. Si lo fuera, se constituiría en irrelevante. Cuando alguien se pone de ejemplo de algo en eso mismo se hace irrelevante. Dime de qué presumes y te diré de qué careces, dice el refrán castellano.
Tener un cuadro referencial que nos ayude a disponer de nuestra existencia, según unos objetivos legítimos y destacados, es la cuestión principal. A menudo nos encontramos con personas autorreferenciales: todo lo ven y lo aprecian según su particular visión y valor: y es un aburrimiento. Lo que distingue al petulante es su cuadro autorreferencial. Yo no puedo ser el paradigma, el modelo, el ejemplo. No es que no tenga que ser ejemplar, pero lo hace irrelevante cuando soy el único: uno se mira al espejo y se siente "encantado de conocerse". La irrelevancia es levedad que no deja surco, como las olas del mar que borran las huellas de nuestras pisadas.
Las realidades de siempre, sobre todo las más próximas e íntimas, tienen una dimensión de misterio que nuestra época, de petulante positivismo científico, no sabe o no puede respetar, y que desprecia, porque es tendencia común despreciar cuanto se ignora. Cuando uno sabe de algo, si sabe mucho, se da más cuenta de lo que desconoce. La sabiduría es siempre humilde. La ignorancia es atrevida. Hemos de volver al saber socrático: sólo sé que no sé nada y, puestos a saber, "conócete a ti mismo". Y no descuajeringar la realidad como un juguete que el niño bobo destripa para ver qué contiene.
La sabiduría es aprender a navegar en el océano de nuestra ignorancia; y sabremos navegar si, al menos, conocemos lo que importa: esta es la referencia y la relevancia. Ninguno de nosotros podemos comprendernos del todo sin ese marco referencial. Ni tampoco todos juntos podemos abarcar la realidad que es cada uno de nosotros. No somos conscientes de nuestras limitaciones. Se hace necesario disponer de un marco más amplio, una réplica de sí mismo, y ése solo puede ser Dios: nuestro origen y destino. El hombre sin Dios es incomprensible, salvo que se considere que cada uno de nosotros somos una incógnita irresoluble y, por tanto, ininteligible. Y esto es lo que nos sucede: no nos aclaramos porque carecemos de cuadro existencial; y andamos como pollo sin cabeza. Vagamos por la vida como errabundos, y no como peregrinos que es lo que somos, volviéndonos, en consecuencia, irrelevantes. San Juan de la Cruz lo definió certeramente cuando afirmó que "en el atardecer de nuestra vida seremos juzgados en el amor". El incumplimiento de este designio nos imposibilita vivir en sosiego y relevancia.