“En la sociedad uniformada por el mercado, las tribus urbanas son residuos, conatos desesperados por destacarse, igual que las euforias nacionalistas son una reacción al globalismo”
No me convence ese alumno con el pelo fucsia y tatuado que me asegura que, de vivir en una isla desierta, se tatuaría igualmente y se tintaría la cabellera. Estoy convencido de que sus adornos tienen como finalidad reclamar la atención y que por tanto en esa isla hipotética no los necesitaría. Su simbolismo sería estéril sin una dimensión social, comunitaria. ¿Qué símbolo tiene sentido sin un intérprete?
Mis alumnos lucen cada nuevo curso un aspecto más extraño, o acaso por ser cada año más viejo así me lo parece. Da lo mismo: raperos, góticos, amantes del trap o canis, su aspecto es un reclamo publicitario, el señuelo afectivo con el que buscan un abrazo. Todos se manifiestan adscritos a una parcela de la sociedad pensándose distintos; pero yo les advierto que es inútil: en la sociedad uniformada por el mercado, las tribus urbanas son residuos, conatos desesperados por destacarse, igual que las euforias nacionalistas son una reacción al globalismo. Aunque también, y esto me interesa, todo esto es un síntoma de nuestra identidad amorosa. El ser humano mendiga ser querido, mirado en su singularidad. Todos, en mayor o menor medida, reclamamos una mirada sobre nosotros, suplicamos afecto, gritamos estoy aquí, existo. Nuestro aspecto, lo más evidente, se ve convertido por este hambre de ternura en un escaparate que pide compradores, miradas curiosas. Recuerdo que a la edad de mis alumnos, cuando la identidad está en obras, yo me aferraba a lo que pensaban mis amigos, vestía como ellos, veía las películas y escuchaba los grupos musicales que ellos veían y escuchaban. Con tal de parecer interesante, ser original, distinto. Incluso en la literatura, cuando uno comienza, cree que llegará más lejos si busca la distinción.
A medida que ha pasado el tiempo, claro, mi parecer ha cambiado. Ahora pienso que lo más interesante es lo más vulgar, lo que no llama nuestra atención y está dentro de la normalidad. En el mundo publicitario, las cosas más importantes se venden mal, son malos comerciantes. Cosas elementales, sencillas. La paz que encuentro escribiendo a mano, contando las bolas de humo que escupe la cafetera, sorbiendo este café caliente, en la intimidad de mi cocina, sin nadie más que mi familia. No hay nada comparable a esta intimidad amorosa. Nada como ser una persona que pasa desapercibida.
La verdadera felicidad, creo, no necesita ser manifestada, le diría ese alumno. Se transparenta con cada gesto. Quien es amado no necesita compartir fotografías de su vida más privada. No necesita demostración. Pensemos en Francisco de Asís. Todos los grandes amadores, los grandes amados, hicieron lo contrario que mis alumnos con su fachada: adoptaron el aspecto de un pordiosero, como quien esconde un tesoro insuperable, temeroso de que sea arrebatado.
Cada nuevo curso, cuando entro en el aula, me veo más desplazado. Me pasa en la playa o en los centros comerciales. Cada vez más soy como esta cafetera que escupe humo, una hogaza de pan o una carta manuscrita. Lenta, simple, sin arabescos. Así se me presenta la plenitud a la que estoy llamado.