Evangelio del Domingo 14º del Tiempo Ordinario (Ciclo A) y comentario al evangelio de la Misa
En aquella ocasión Jesús declaró:
− Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y prudentes y las has revelado a los pequeños. Sí, Padre, porque así te ha parecido bien.
Todo me lo ha entregado mi Padre, y nadie conoce al Hijo sino el Padre, ni nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quiera revelarlo.
Venid a mí todos los fatigados y agobiados, y yo os aliviaré. Llevad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas: porque mi yugo es suave y mi carga es ligera.
Jesús hace una oración en voz alta, y el evangelista menciona cuáles fueron las palabras concretas con las que se dirigió a Dios: “Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y prudentes y las has revelado a los pequeños” (Mt 11,25-27). Lo llama Padre y se alegra de su predilección por los más pequeños, y de que a ellos les revela las cosas más profundas. En efecto, Dios se complace en los niños ya que, como recuerda el Papa Francisco, “los niños son en sí mismos una riqueza para la humanidad y también para la Iglesia, porque nos remiten constantemente a la condición necesaria para entrar en el reino de Dios: la de no considerarnos autosuficientes, sino necesitados de ayuda, amor y perdón. Y todos necesitamos ayuda, amor y perdón”[1].
San Josemaría experimentó esa predilección divina que, cuando quiere, ilumina los corazones de quienes lo buscan con sencillez, para que penetren en la intimidad divina y capten lo que implica el ser hijos de Dios. Una experiencia singular que tuvo lugar un día concreto, el 16 de octubre de 1931. Años después rememoraba lo que vivió aquel día, viendo cumplidas en sí mismo las palabras de Jesús que recoge Mateo: “Os podría decir hasta cuándo, hasta el momento, hasta dónde fue aquella primera oración de hijo de Dios. Aprendí a llamar Padre, en el Padrenuestro, desde niño; pero sentir, ver, admirar ese querer de Dios de que seamos hijos suyos…, en la calle y en un tranvía −una hora, hora y media, no lo sé−; Abba, Pater!, tenía que gritar. Hay en el Evangelio unas palabras maravillosas; todas lo son: ‘nadie conoce al Padre sino el Hijo, y aquél a quien el Hijo lo quisiera revelar’ (Mt 11,27). Aquel día, aquel día quiso de una manera explícita, clara, terminante, que, conmigo, vosotros os sintáis siempre hijos de Dios, de este Padre que está en los cielos y que nos dará lo que pidamos en nombre de su Hijo”[2].
Jesús nos ha dado ejemplo de esa humildad y sencillez que admira en los niños. Así lo señalaba san Josemaría mientras meditaba este pasaje del evangelio: “Jesucristo, Señor Nuestro, con mucha frecuencia nos propone en su predicación el ejemplo de su humildad: ‘aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón’. Para que tú y yo sepamos que no hay otro camino, que sólo el conocimiento sincero de nuestra nada encierra la fuerza de atraer hacia nosotros la divina gracia. Por nosotros, Jesús vino a padecer hambre y a alimentar, vino a sentir sed y a dar de beber, vino a vestirse de nuestra mortalidad y a vestir de inmortalidad, vino pobre para hacer ricos”[3].
En la escena del evangelio que estamos considerando, Jesús, después de manifestar su gozo por la predilección de Dios por los que son sencillos, como los niños, añade algo muy consolador: “Venid a mí todos los fatigados y agobiados, y yo os aliviaré” (Mt 11,28). Ahora bien, pone una condición para proporcionar el descanso: “Llevad mi yugo sobre vosotros” (Mt 11,29). “¿En qué consiste este ‘yugo’, que en lugar de pesar aligera, y en lugar de aplastar alivia −se preguntaba Benedicto XVI−? El ‘yugo’ de Cristo es la ley del amor, es su mandamiento, que ha dejado a sus discípulos. El verdadero remedio para las heridas de la humanidad −sea las materiales, como el hambre y las injusticias, sea las psicológicas y morales, causadas por un falso bienestar− es una regla de vida basada en el amor fraterno, que tiene su manantial en el amor de Dios. Por esto es necesario abandonar el camino de la arrogancia, de la violencia utilizada para ganar posiciones de poder cada vez mayor, para asegurarse el éxito a toda costa”[4].
Fuente: opusdei.org.
[1] Papa Francisco, Audiencia general, Miércoles 18 de marzo de 2015.
[2] San Josemaría, En diálogo con el Señor, Rezar con más urgencia (Meditación del 24-XII-1969), n. 3.
[3] San Josemaría, Amigos de Dios, 97.
[4] Benedicto XVI, Ángelus, 3 julio de 2011.
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