La mente es como una casa. Hay que mantenerla limpia para que sea habitable. Y para ello, además de sacudirle el polvo, hay que aprender a no ensuciarla
Allá por los comienzos de los 2000 tropecé con una alumna muy singular: todos me parecen singulares, pero ella alcanzaba las alturas de lo insólito. Impartía entonces un curso de doctorado en Ferrol una o dos tardes por semana. Asistían una docena de personas, quizá más. La mayoría transitaba por la treintena y muchos ejercían como profesores de secundaria en centros públicos de la provincia de A Coruña. Ella era más joven, acababa de llegar de su Argentina natal y actuaba, pensaba yo, con la precaución de quien se mueve por un terreno nada firme. Luego me di cuenta de que se trataba de una delicadeza natural pero infrecuente.
Advertí esa peculiaridad, primero, en su modo de hablar en clase. Se refería a menudo a los comentarios de los compañeros que la habían precedido y siempre para elogiarlos o para profundizar en lo que los otros habían dicho. Me alegró mucho su primera intervención, pero las siguientes me extrañaron, porque en todas replicaba, con muy pocas variantes, el patrón que he mencionado: elogio del compañero, adhesión razonada y, si acaso, alguna idea que iba más allá.
Cuando ya llevábamos más de la mitad del curso, en el típico corro de un descanso, comenté su comportamiento. Todos lo subrayaron con risas o sonrisas, menos ella, que se mostró extrañada. «En Argentina −dijo− todo el mundo lo hace». Me atreví a responder que lo dudaba. No sé cuánto tiempo pasó hasta la clase siguiente. Apenas recuerdo que se acercó a mi mesa en el descanso y dijo que había hablado por teléfono con compañeros suyos de Argentina, que les había contado entre risas mi extrañeza por su forma de participar en clase. También les dijo que me había explicado que en Argentina todo el mundo lo hace. «¿Y sabe qué me dijeron?». Bajó la mirada hacia el yogur que se había traído de casa. «Me dijeron que eso solo lo hacía yo». Se avergonzaba de no haberse dado cuenta, pero se sentía en la obligación de corregir lo que había dicho el día anterior.
Ese modo de mirar la vida tiene, por supuesto, algunas debilidades. De hecho, ella las sufrió en su trayectoria profesional hasta que se asentó como empresaria cinematográfica reconocida, responsable de la producción ejecutiva de un buen número de películas exitosas. La recordé al leer cómo Rafael Domingo le daba la vuelta, en un delicioso artículo en la web de la CNN, a un dicho nefasto: «Piensa mal y acertarás». Rafael lo reformulaba con gracia y acierto: «Piensa mal y enfermarás».
La idea quedaba clara y atractiva en muy pocas palabras: «No juzgues nunca las intenciones de los demás por obvias que parezcan. Mantén tu mente fresca, despejada, libre, sin rumiar ideas nocivas ni conservar malos recuerdos que consuman tu energía. La mente es como una casa. Hay que mantenerla limpia para que sea habitable. Y para ello, además de sacudirle el polvo, hay que aprender a no ensuciarla». Excelente. Este proceder ayuda, sí, a conservar la mente limpia y fresca, pero, sobre todo, ayuda a comprender. Quien va por ahí juzgando como un autómata se pierde a mucha gente que vale la pena, porque no se da cuenta, porque se queda en uno o dos defectos, probablemente irrelevantes. Los defectos los ve cualquiera: la mente sucia o agobiada ayuda a subrayarlos.
Por eso me alegraron especialmente otras palabras, esta vez de una entrevista aAnder Izagirre, en la que explicaba que él hace un periodismo lento, de a pie −en su cuenta de Twitter se presenta como un «periodista con botas»−, que huye del mero vistazo y del juicio frívolo, porque «para ser justos con las personas y entender mejor el mundo hacen falta tiempo y pausa».
Tomarse todas las molestias para comprender, para ponerse en el lugar de los otros, resulta imprescindible para hacer periodismo, para vivir, para mantener la mente clara, para no enfermar.