No es un juego de palabras: cuando se hace imposible salir la casa se deja ver como refugio, pero si esa imposibilidad es impuesta o absoluta, entonces el lugar se transforma en penal donde padecemos la falta de libertad
A mis amigos,
a los de todas las edades de la vida
Durante el confinamiento hemos echado en falta un rito diario y normalmente desapercibido, pero esencial: salir a la calle y volver a casa. Quiero fijarme en la primera parte, salir, porque tiene que ver con la libertad cuya forma más elemental tal vez sea, precisamente, la de poder entrar y salir a nuestro antojo.
Estar privado de libertad es siempre también estar privado de poder salir, e implica una restricción fundamental sobre lo que podemos hacer. Ciertamente, no nos impide pensar, ni recordar o fabular, pero sí restringe y mucho lo que podemos hacer a otros o con otros en el mundo. Así que no poder salir es carecer de la libertad de hacer cosas en el mundo, y, en cierto sentido al menos, no estar del todo en el mundo: el mundo es justamente lo que queda fuera, a donde no podemos salir.
Además, la salida tiene una cierta relación con la mañana de los días y de la vida misma. No solo forma parte de lo primero que muchos hacemos a diario, sino que señala el momento biográfico en el que nos hicimos capaces de salir al mundo guiando nuestros pasos. Ese tiempo viene marcado por la aparición de una forma de soledad que las relaciones familiares ya no pueden curar. Se siente soledad justamente allí donde antes era todo compañía sin defecto y no se echaba nada en falta.
Echar en falta el mundo es el momento en el que el sujeto ha rebosado no solo el dentro de la vida infantil y, consiguientemente, de la vida familiar, sino que se ha rebosado, por así decir, a sí mismo. Mejor: ese rebosarse es justamente haber llegado a ser sí mismo como capaz de salir. Y de ahí que el deseo de salir sea el de estrenarse, el de inaugurar la vida dirigida por ese uno mismo que se ha llegado a ser. El mismo que no se contenta ya con la compañía de los de dentro y necesita salir para ser realmente ante otros.
En ese momento el dentro se ha convertido en tal porque se ha distinguido y separado del fuera al que solo se puede llegar saliendo. El deseo de salir es un apetito particular que incluye el pesar por quedarse dentro, es decir, al margen de lo que ocurre en el mundo. Entonces, por primera vez, el dentro se padece como estrecho o insuficiente. Experimentarlo es tanto como estar listos (y necesitados) para salir al mundo protagonizándolo.
Todo eso ocurre en la mañana de la vida y los que la viven desean vivirla juntos, llevados de aquel instinto de coetaneidad que Ortega decía que conducía a los más jóvenes: a los que salen al mundo y estrenan el sí mismo y el mundo a la misma vez, los primeros amigos. Ellos son la compañía que uno necesita para estrenarse en el mundo como capaz.
Es sorprendente que el estreno de la autonomía tenga lugar mediante la incorporación al grupo de coetáneos que se comporta con la psicología del estornino, por así decir: todos desean estar juntos y hacer lo mismo al mismo tiempo, como las bandadas que vuelan en una coreografía sincronizada.
Es la feliz y primera experiencia de valerse en un espacio sin límites, en el afuera cuyo estreno se hace en compañía. En realidad, tienen a dónde salir los que tienen amigos, porque la compañía de otros es parte muy principal del afuera al que se sale y del salir mismo. De hecho, quien no tiene amigos solo está en el mundo en precario. Por eso salir tiene que ver con la libertad, con la amistad y con el mundo como afuera.
Ese espacio empieza, como dice Tolkien, en la puerta ante la que nace el camino, el de todos los días, pero cuyo final no conocemos en realidad. La salida es el umbral en el que empiezan todas las aventuras porque se sale a dónde no todo depende de nosotros y lo incierto está por descubrir y conquistar. Y ese lugar es para el hombre tan originario como el dentro donde se vuelve a salvo.
De ahí que la casa sea tanto el lugar donde se está a salvo cuando no se puede salir, como el que solo está a salvo si se puede salir, de cuando en cuando, al menos. No es un juego de palabras: cuando se hace imposible salir la casa se deja ver como refugio, pero si esa imposibilidad es impuesta o absoluta, entonces el lugar se transforma en penal donde padecemos la falta de libertad.
Es cierto que salimos precisados por los menesteres de la vida y por la necesidad de trabajar. Pero la salida por excelencia es aquella que consiste precisa y justamente en «salir», que es lo que se hace con los amigos o lo que hacen los que salen juntos, es decir, los que nos convierten el afuera en habitable y nos ponen a salvo de la soledad a la intemperie.
Salir juntos al mundo y correr la misma suerte entre los que la favorecen o la estorban es lo que hicieron don Quijote y Sancho cuyas andanzas se cuentan, precisamente, en salidas. Sancho no es como el cura o el barbero, un vecino más, porque comparte con don Quijote su salir fuera de lo doméstico y acostumbrado. Y es en el salir a correr aventuras donde esos dos hombres de desigual fortuna se transforman poco a poco en amigos, y representan el uno para el otro parte principal de la verdadera suerte que corren juntos.
Ese es el tesoro que reportan todas las andanzas de quienes se aventuran a salir lejos de lo asegurado: la compañía que han encontrado en la inmensidad del mundo como afuera. Pero, como cuenta Tolkien, ese tesoro requiere que cada uno renuncie al suyo propio, o que lo intente, porque entonces, después de todo, será la compañía misma la que quedará como el tesoro de la vida.
Es cierto que forma parte de salir el poder volver, pero no siempre es seguro ni fácil. Por eso hay héroes del regreso como Ulises, y hay partidas sin regreso. Los que salen para no volver tal vez vayan a vivir a otro sitio. Es la historia de los que han padecido destierro o han afrontado la emigración. Pero es también la forma con la que los hombres hemos pensado la muerte: el salir para nunca volver.
Como las salidas del caballero y escudero cervantinos, las de la vida también son tres: salir de lo familiar y conocido; salir de uno mismo hacia los otros; y salir sin regreso de esta vida y este mundo. A mí me parece que reflejan bien las tres heridas con las que nacemos según Miguel Hernández: la de la vida, la del amor y la de la muerte.
Higinio Marín, en mundusunaarqueologia.blogspot.com.
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