En la solemnidad del Corpus Christi, Francisco ha ido desgranando el poder curativo de este “memorial” que es la Eucaristía
En otras ocasiones hemos aludido a una historia que recoge Joseph Ratzinger en sus meditaciones de los años ochenta. Hagámoslo de nuevo.
Un hombre había perdido la “memoria del corazón”. Es decir, “había perdido toda la cadena de sentimientos y pensamientos que había atesorado en el encuentro con el dolor humano”. ¿Por qué sucedió esto y qué consecuencias tuvo? “Tal desaparición de la memoria del amor le había sido ofrecida como una liberación de la carga del pasado. Pero pronto se hizo patente que, con ello, el hombre había cambiado: el encuentro con el dolor ya no despertaba en él más recuerdos de bondad. Con la pérdida de la memoria había desaparecido también la fuente de la bondad en su interior. Se había vuelto frío y emanaba frialdad a su alrededor”.
Viene bien esta historia a propósito de la predicación del Papa Francisco en la solemnidad del Corpus Christi (14-VI-2020).
La memoria es algo importante para todas las personas. Observa el Papa en su homilía de esta fiesta: “Si no hacemos memoria (...), nos convertimos en extraños a nosotros mismos, en ‘transeúntes’ de la existencia. Sin memoria nos desarraigamos del terreno que nos sustenta y nos dejamos llevar como hojas por el viento. En cambio, hacer memoria es anudarse con lazos más fuertes, es sentirse parte de una historia, es respirar con un pueblo”.
Y por eso la Sagrada Escritura insiste en educar a los jóvenes en esa "memoria" o recuerdo de las tradiciones y de la historia del pueblo de Israel, sobre todo de los mandatos y dones del Señor (cf. Ps 77 12; Dt 6, 20-22).
Los problemas surgen si −como sucede ahora con la transmisión de la fe cristiana− se interrumpe o si no se ha experimentado aquello de lo que oye hablar, la memoria de las personas y de los pueblos se pone en riesgo.
El Señor nos dejó un “memorial”. No solo algo que recordar, que traer a la memoria. No solo unas palabras o unos símbolos. Nos dio un alimento que es continuamente eficaz, el Pan vivo que es Él mismo: la Eucaristía. Y nos lo dio como “hecho”, pues nos encargó “hacerla”, celebrarla como pueblo y como familia: “Haced esto en memoria mía” (1 Co 11, 24). La Eucaristía, señala Francisco, es el memorial de Dios.
En efecto, la Eucaristía es “memoria”, memoria viva o memorial que renueva (o “actualiza” sin repetirla) la Pascua del Señor, su muerte y resurrección, entre nosotros. Es memoria de nuestra fe, de nuestra esperanza, de nuestro amor.
La Eucaristía es memorial de todo lo que somos, memoria −cabría decir, también− del corazón, dando a este último término su sentido bíblico: la totalidad de la persona. El hombre vale lo que vale su corazón y esto incluye −como en la historia que contaba el cardenal Ratzinger− la capacidad de bondad y de compasión, que en el cristiano se van identificando con los sentimientos de Cristo mismo.
La Eucaristía, memorial del corazón, cura, preserva y fortalece toda la persona del cristiano. Y por ello, como dice la Iglesia, la Eucaristía es fuente y culmen de la vida cristiana y de la misión de la Iglesia (cf. Benedicto XVI, Exhort. Sacramentum caritatis, 2007).
En la solemnidad del Corpus Christi, Francisco ha ido desgranando el poder curativo de este “memorial” que es la Eucaristía. Y con ello nos muestra la importancia de la Eucaristía para la configuración de nuestros sentimientos hacia Dios y los demás. De eso depende también lo que podríamos llamar la educación afectiva −que no termina nunca en cada persona− y la conexión afectiva con Dios y con los demás: el saberse "situar" ante los otros −nuestros parientes y amigos, nuestros colegas y compañeros de trabajo, las personas con las que nos cruzamos cada dia. El "hacerse cargo" interiormente de lo que les sucede, para saber comunicar y manifestar adecuadamente nuestros sentimientos en lo que conviene, integrarlos en nuestras decisiones y actividades, como parte importante de ese atractivo que tiene de por sí la vida cristiana. La Eucaristía ocupa así un lugar central en relación con el discernimiento, tanto a nivel espiritual como eclesial, de todas nuestras acciones.
La Eucaristía sana la memoria huérfana y cura sus heridas. Es decir, “la memoria herida por la falta de afecto y las amargas decepciones recibidas de quien habría tenido que dar amor pero que, en cambio, dejó desolado el corazón”. La Eucaristía nos infunde un amor más grande, el amor mismo de Dios. Así lo dice el Papa:
“La Eucaristía nos trae el amor fiel del Padre, que cura nuestra orfandad. Nos da el amor de Jesús, que transformó una tumba de punto de llegada en punto de partida, y que de la misma manera puede cambiar nuestras vidas. Nos comunica el amor del Espíritu Santo, que consuela, porque nunca deja solo a nadie, y cura las heridas”.
En segundo lugar, la Eucaristía sana nuestra memoria negativa. Esa “memoria” que “siempre hace aflorar las cosas que están mal y nos deja con la triste idea de que no servimos para nada, que sólo cometemos errores, que estamos equivocados”. Y siempre nos pone por delante nuestros problemas, nuestras caídas, nuestros sueños rotos.
Jesús viene para decirnos que no es así. Que somos valiosos para él, que ve siempre lo bueno y lo bello en nosotros, que desea nuestra compañía y nuestro amor. “El Señor sabe que el mal y los pecados no son nuestra identidad; son enfermedades, infecciones. Y −con buenos ejemplos en esta época de pandemia, explica el Papa como “sana” la Eucaristía− viene a curarlas con la Eucaristía, que contiene los anticuerpos para nuestra memoria enferma de negatividad. Con Jesús podemos inmunizarnos de la tristeza. Y por ello la fuerza de la Eucaristía –cuando procuramos recibirla con las mejores disposiciones, de modo que dé en nosotros todos sus frutos− nos transforma en portadores de Dios, que equivale a decir: portadores de alegría.
Tercero, la Eucaristía sana nuestra memoria cerrada. La vida nos deja con frecuencia heridas. Y nos hace temerosos y suspicaces, cínicos o indiferentes, arrogantes..., egoístas. Todo eso, observa el sucesor de Pedro, “es un engaño, pues solo el amor cura el miedo de raíz y nos libera de las obstinaciones que aprisionan”. Jesús viene a liberarnos de esas corazas, bloqueos interiores y parálisis del corazón.
“El Señor, que se nos ofrece en la sencillez del pan, nos invita también a no malgastar nuestras vidas buscando mil cosas inútiles que crean dependencia y dejan vacío nuestro interior. La Eucaristía quita en nosotros el hambre por las cosas y enciende el deseo de servir”. Nos ayuda a levantarnos para ayudar a los demás, que tienen hambre de comida, de dignidad y de trabajo. Nos invita a establecer auténticas cadenas de solidaridad.
La Eucaristía sana nuestra memoria huérfana y herida, nuestra memoria negativa y nuestra memoria cerrada. A esto añade Francisco, en su alocución durante el Angelus del mismo día 14 de junio, la explicación de los dos efectos de la Eucaristía: el efecto místico y el efecto comunitario.
El efecto mistico (místico en relación con el misterio profundo que ahí acontece) se refiere a esa curación de nuestra “memoria herida” de que hablaba en su homilía. La Eucaristía nos cura y nos transforma interiormente por nuestra intimidad con Jesús; pues lo que tomamos, bajo esas apariencias de pan o de vino es nada menos que el cuerpo y la sangre de Cristo (cf. 1 Co 10, 16-17).
Jesús −explica de nuevo el Papa− está presente en el sacramento de la Eucaristía para ser nuestro alimento, para ser asimilado y convertirse en nosotros en esa fuerza renovadora que nos devuelve la energía y devuelve el deseo de retomar el camino después de cada pausa o después de cada caída”.
Al mismo tiempo señala cómo han de ser nuestras disposiciones para que todo eso sea posible; sobre todo, “nuestra voluntad de dejarnos transformar, nuestra forma de pensar y actuar”.
Así es, y esa voluntad se manifiesta en acercarnos a la Eucaristía con la conciencia libre de pecado grave (por haber acudido antes al sacramento de la Penitencia si era necesario), en dejarnos ayudar por quienes puedan hacerlo para formar nuestra conciencia, para rectificar nuestros deseos, para orientar nuestras actividades en la dirección adecuada según nuestras circunstancias, de modo que nuestra vida tenga un verdadero sentido de amor y de servicio.
Por todo ello, señala Francisco, la Misa no es simplemente un acto social o respetuoso, pero vacío de contenido. Es “Jesús presente que viene a alimentarnos”.
Todo eso está vinculado con el efecto comunitario de la Eucaristía, que es su finalidad última como expresa san Pablo: “Porque aun siendo muchos, somos un solo pan y un solo cuerpo” (Ibid., v. 17). Es decir, el hacer de sus discípulos una comunidad, una familia que supere las rivalidades y las envidias, los prejuicios y las divisiones. Al otorgarnos el don del amor fraterno podemos lograr lo que también nos pidió: “Permaneced en mi amor” (Jn 15, 9).
De este modo −concluye Francisco−, no solo sucede que la Iglesia “hace” la Eucaristía; sino también y finalmente la Eucaristía hace la Iglesia, como un “misterio de comunión” para su misión. Una misión que comienza, precisamente, por producir y acrecentar nuestra unidad. Así es, y así la Iglesia puede ser germen de unidad, de paz y de transformación del mundo entero.
Ramiro Pellitero, en iglesiaynuevaevangelizacion.blogspot.com.
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