La felicidad es una aspiración universal, algo constitutivo de los humanos, que buscamos y anhelamos
Hay muchas cosas importantes que son un regalo, no las podemos conseguir nosotros, se nos dan: la vida, la amistad, el amor, la felicidad. También estas realidades son obsequios no merecidos: la fe, la gracia, la paz, la verdad. Pensamos, en nuestra soberbia, que todo es cosecha propia, que lo podemos lograr o comprar. Le doy al botón y me vienen los amigos, lo deseo y logro la felicidad. El ser humano es grande, valioso, pero es una criatura, depende de Otro y de otros. Como tantas veces hemos repetido no somos dios: somos hijos de Dios.
"El que encuentre su vida la perderá, y el que pierda su vida por mí, la encontrará", leemos en el Evangelio de hoy. Se nos dice que una vida plena, cumplida es consecuencia de gastarla por los demás, que la felicidad se encuentra cuando hacemos felices a los otros. Es todo al revés de lo que pensamos y de lo que tantos enseñan. Puedo decir que me merezco ser feliz, que me he ganado unas buenas vacaciones, que tengo derecho a que me respeten… pero ese camino no suele ser muy exitoso.
Lo más seguro es que con este planteamiento ni seamos felices, ni disfrutemos, ni seamos valorados. En cambio, cuando me doy a los demás, cuando busco su bien, que descansen, cuando les respeto, entonces me siento mejor y soy más querido y valorado.
Cuando el gran místico San Juan de la Cruz dice: "Muere si quieres vivir, sufre si quieres gozar, baja si quieres subir, pierde si quieres ganar", nos presenta una paradoja muy experimentada que tiene sus raíces en las enseñanzas de Jesucristo. El camino de la humildad, de la abnegación, de la entrega, es senda empinada, pero que lleva a una cumbre feliz. Este modelo vale para todo el mundo, no es exclusivo de los religiosos. Es andadero para el común de los mortales que están hechos para ser felices, pero in oblicuo.
El don de la felicidad, como el amor es paradójico, se encuentra cuando no se busca, cuando se procura para los demás. Es lo que nos enseña el Maestro: es Vida dando la vida, es Amor derramando amor. El ajado leño de la Cruz se convierte en el frondoso Árbol de la vida.
No es fácil definir la felicidad, ni a todos le llenan las mismas cosas. Es una aspiración universal, algo constitutivo de los humanos, que buscamos y anhelamos. Para algunos está en los placeres, para otros es el dinero quien la da, hay quien piensa que viene del poder, muchos la encuentran en la familia y amistad, en una buena situación laboral; parece que viene de fuera, del exterior, que bastan unos pocos condimentos para experimentarla. Pero, en realidad, es algo muy profundo, está en mí, en mi vida.
Puedo ser muy feliz en mi enfermedad o con mis defectos, puede que el entorno se empeñe en amargarme la existencia, pero −aunque me duelan estas situaciones− puedo estar contento. Tiene que ver con la madurez, con el enfoque que le damos a la vida, con los horizontes de nuestra existencia, con las creencias. Con lo que somos y no con lo que tenemos. Con la esperanza, que es certeza y confianza de estar en las manos de Dios. Con el amor: un corazón enamorado baila de felicidad.
Con esta certeza Ignacio de Antioquía escribe a sus amigos de Roma suplicándoles que no hagan nada para impedir su martirio: "Permitid que sirva de alimento a las bestias feroces para que por ellas pueda alcanzar a Dios. Soy trigo de Cristo y quiero ser molido por los dientes de las fieras para convertirme en pan sabroso a mi Señor Jesucristo".
Sabe que su sacrificio le convertirá en algo mucho más grande, en su martirio hallará la felicidad. Procuremos discernir lo que nos conviene, lo que es un bien para nosotros, un bien real y no una quimera. Deberíamos tener la capacidad de distinguir la fuente que sacia nuestra felicidad y la que nos deja sedientos.
Decía Chesterton: "El objetivo de la política humana es la felicidad del hombre… No tenemos obligación de ser más ricos, más trabajadores o más eficientes o más productivos o más progresistas o más mundanos o más prósperos, si eso no nos hace más felices". También los poderosos de la tierra deberían velar por aquello que nos hace más humanos, más personas y felices dejando lo políticamente correcto, discerniendo lo que es bueno, aunque no lo sea para extender sus ideologías.
Los padres y educadores deberían transmitir los valores y virtudes que hacen una vida lograda, transmitir su experiencia, respetando la libertad, pero ayudando a no caer en sus propios errores. La vida fácil, la cultura del pelotazo y de la subvención y el satisfacer siempre los propios caprichos no dan la felicidad. Para ganar hay que perder, para vivir hay que entregar la vida.