Evangelio del 13º domingo del Tiempo Ordinario (Ciclo A) y comentario al evangelio
Quien ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; y quien ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí. Quien no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí. Quien encuentre su vida, la perderá; pero quien pierda por mí su vida, la encontrará.
Quien a vosotros os recibe, a mí me recibe, y quien me recibe a mí, recibe al que me ha enviado. Quien recibe a un profeta por ser profeta obtendrá recompensa de profeta, y quien recibe a un justo por ser justo obtendrá recompensa de justo. Y cualquiera que dé de beber tan sólo un vaso de agua fresca a uno de estos pequeños por ser discípulo, en verdad os digo que no quedará sin recompensa.
El evangelio según san Mateo contiene cinco grandes discursos de Jesús, como una alusión a los cinco rollos de la Ley de Moisés o Pentateuco. El segundo de estos discursos suele llamarse el Discurso de la Misión, porque contiene una serie de instrucciones del Maestro para aquellos que envió a las ciudades y aldeas a anunciar la inminente llegada del Reino de Dios. Al igual que el domingo pasado, la liturgia recoge hoy un fragmento de dicho discurso.
“Quien ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí…” (v. 37). Las palabras de Jesús tienen un tono muy exigente y demandan de los discípulos decisiones firmes y generosas. Muy a propósito, Jesús contrasta su seguimiento y la evangelización con aquellas dimensiones de la persona más esenciales e importantes, como son la familia y la propia vida.
El Papa Francisco explicaba esta prioridad así: “El afecto de un padre, la ternura de una madre, la dulce amistad entre hermanos y hermanas, todo esto, aun siendo muy bueno y legítimo, no puede ser antepuesto a Cristo. No porque Él nos quiera sin corazón y sin gratitud, al contrario, es más, sino porque la condición del discípulo exige una relación prioritaria con el maestro”[1]. Jesús no promueve el rechazo o desprecio a los seres queridos, sino que ilustra el valor radical y primordial que tiene el amor a Dios y la búsqueda del bien de las almas, que es la mejor forma de amar a los demás.
“Quien no toma su cruz y me sigue…” (v. 38). Sorprende que Jesús hable ya a los apóstoles de la cruz, cuando acaba de elegirlos al inicio de su ministerio en Galilea. No sabemos qué entenderían ellos de estas palabras, pronunciadas mucho antes de la pasión. En cualquier caso, significan que el discípulo puede identificarse con el Maestro; no solo porque es enviado a anunciar el evangelio como Él, sino también porque puede sacrificarse por los demás, como hizo Jesús en la cruz.
La idea de la cruz produce cierto miedo natural y podría retraernos de seguir más de cerca al Señor. Pero es un miedo que se vence si conocemos bien el sentido de la cruz para cada uno. San Gregorio Magno lo aclaraba así: “nosotros podemos cargar con la cruz de dos maneras: o bien dominando nuestra carne por medio de la sobriedad o bien haciendo nuestras por compasión las necesidades del prójimo”[2].
Cargar con la cruz cada día suele significar para la mayoría de los cristianos aprender a dominar las propias pasiones y gustos, sobre todo para hacer la vida más amable y grata a los demás. San Josemaría comentaba: “los verdaderos obstáculos que te separan de Cristo −la soberbia, la sensualidad…−, se superan con oración y penitencia. Y rezar y mortificarse es también ocuparse de los demás y olvidarse de sí mismo. Si vives así, verás cómo la mayor parte de los contratiempos que tienes, desaparecen”[3].
Por otro lado, Jesús no solo habla de renuncia. También se refiere a la recompensa que obtenemos cuando le seguimos de cerca y cuando cuidamos a sus discípulos. Como decía también san Josemaría, “darse a los demás es de tal eficacia, que Dios lo premia con una humildad llena de alegría”[4]. El discípulo de Jesús que se entrega generosamente está contento. Y suele experimentar que, quienes se benefician de su labor, lo reciben con cariño y aprecio. Incluso el pequeño gesto de ofrecer un vaso de agua al discípulo es realizado como si se le ofreciera a su propio Maestro. Y por eso mismo, tampoco los gestos de cariño hacia los servidores del Maestro dejarán de ser recompensados por Dios.
Fuente: opusdei.org.
[1] Papa Francisco, Ángelus, 2 de julio de 2017.
[2] San Gregorio Magno, Homiliae in Evangelia, 57.
[3] San Josemaría, Vía Crucis, estación X, n. 4.
[4] San Josemaría, Forja, 591.
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