Al recordar esa situación de los que “quieren silenciar la Palabra de Dios, edulcorándola, aguándola o acallando a los que la anuncian”, el papa subraya que: “En este caso, Jesús anima a los Apóstoles…
“Ante todo (…) la hostilidad de los que quieren silenciar la Palabra de Dios, edulcorándola, aguándola o acallando a los que la anuncian. En este caso, Jesús anima a los Apóstoles a difundir el mensaje de salvación que les ha confiado”.
Estas palabras del papa en el Ángelus del domingo 21 de junio me han animado a escribir estas líneas. No sé si mis pensamientos coinciden plenamente con los que bullían en la mente del papa al pronunciar esas palabras, que él vinculaba a advertencias del Señor a los apóstoles y primeros discípulos, para que no tuvieran miedo a tres situaciones que se podrían presentar. Esta sería la primera.
¿Quiénes, hoy, en la Iglesia podrían caber entre los que quieren edulcorar las palabras de Cristo, y al aguarlas, quitarles su verdadero sentido, y llegar así a convertir externamente a la Iglesia, quizá más allá de sus propias intenciones, en una organización que no reconocería ni el mismo san Pablo, por no decir san Pedro?
Los que apenas mencionan a la Santísima Trinidad, Dios Uno y Trino. Los que, para acercarse a todas las religiones, apenas hablan de la singularidad de Cristo, Dios y Hombre Verdadero, Único Redentor de los pecados de los hombres que nos anuncia la Verdad de Dios, el Camino para vivir en Dios y con Dios, la Vida, el amor de Dios que nos da vida.
Los que sitúan, de alguna manera, en el mismo nivel de redención y de salvación, a todas las religiones que los hombres hemos ido construyendo a lo largo de la historia para tratar de relacionarnos con un ser absolutamente desconocido, y solamente añorado y temido en la lejanía. Y no hablan con toda claridad de la Única Religión revelada, y por tanto verdadera, en su tradición judeo-cristiana, manifestada por Dios en la Vida y en la Palabra de Dios Hijo, Jesucristo. Luz del mundo.
Quienes tienen miedo al “espíritu” del siglo, y no tienen ni la fe, ni la esperanza, ni la caridad de los primeros cristianos, ni de la Iglesia a lo largo de los siglos, para mantener firme la predicación sobre los pecados que impiden al hombre mirar al Cielo, descubrir el amor de Dios, arrepentirse del mal que se hacen, y le llevan a encerrarse en su propio infierno: soberbia, envidia, pereza, ira, avaricia, lujuria, gula, etc.; y de manera muy particular, quienes anhelan aguar toda la moral sexual que se ha vivido en la Iglesia, y pretenden aceptar toda práctica sexual: homosexualidad, adulterios, fornicación, etc. etc., bendiciendo, por ejemplo, uniones homosexuales.
Quienes quieren borrar toda conciencia de la necesidad del arrepentimiento, de volver a la casa del Padre, de recorrer el camino del hijo pródigo, y no se convierten de su mal actuar: el Señor nos echa una capa de misericordia y con eso nos basta, dicen.
Quienes intentan, y ponen en marcha reuniones así llamadas “sinodales” −que nadie sabe exactamente qué son, en qué consisten y que misión tienen dentro de la Iglesia−, para poner en tela de juicio las enseñanzas de fe y de moral que la Iglesia ha vivido desde el primer siglo.
Quienes no mencionan a la Virgen Santísima, Madre de Dios y madre nuestra, y apenas recuerdan su Inmaculada Concepción, sin Pecado concebida; ni su Asunción al Cielo en cuerpo y alma gloriosos.
Al recordar esa situación de los que “quieren silenciar la Palabra de Dios, edulcorándola, aguándola o acallando a los que la anuncian”, el papa subraya que: “En este caso, Jesús anima a los Apóstoles a difundir el mensaje de salvación que les ha confiado”; y les insiste en que “tendrán que decir a la luz del día, esto es, abiertamente, y anunciar desde las azoteas −así dice Jesús−, es decir, públicamente, su Evangelio”.
Ese era mi deseo al comenzar estas líneas; y lo sigue siendo al terminarlas.