El hombre, la persona humana, tiene dos modos naturales de ser: como varón y como mujer. Esta dualidad corresponde al plan creador divino: “Dios creó al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó, varón y mujer los creó” (Génesis 1, 27)
Entre el varón y la mujer hay igualdad y hay diferencia: ambas son reales y legítimas. El varón y la mujer han sido creados, queridos como tales por Dios. Hay una plena igualdad esencial entre ellos, ya que son personas humanas. Y hay una desigualdad, accidental pero insoslayable, en cuanto a sus características y a su realización como varones o como mujeres.
¿Qué es mejor, ser varón o ser mujer? Para cada uno es mejor lo que Dios ha dispuesto para él, dentro de la común igualdad de origen y de destino que corresponde a los seres humanos. En la dualidad de sexos se manifiesta la sabiduría y la bondad del Creador (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 369).
Por ello no es válida la hipótesis del androginismo, según la cual sería indiferente el pertenecer a uno u otro sexo, y ello quedaría a elección de cada persona, en la medida en que los medios técnicos de que se disponga permitan esa transformación. La diferencia entre varón y mujer es, sin embargo, natural, y su alteración es una manipulación contra natura. Ya en el Antiguo Testamento se prohibían a los israelitas los usos que indujeran a borrar esta diferencia natural: “No llevará la mujer vestidos de varón, ni el varón vestidos de mujer, porque el que tal hace es abominación a Yaveh, tu Dios” (Deuteronomio 22, 5).
En los planes de Dios la humanidad obtiene su desarrollo y perfección a través de los peculiares modos de ser y tareas de varones y mujeres (cf. Catecismo..., n. 371). “El hombre y la mujer están hechos «el uno para el otro»: no que Dios los haya hecho «a medias» e «incompletos»; los ha creado para una comunión de personas, en la que cada uno puede ser «ayuda» para el otro porque son a la vez iguales en cuanto personas («hueso de mis huesos») y complementarios en cuanto masculino y femenino. En el matrimonio, Dios los une de manera que, formando «una sola carne» (Génesis 2, 24), puedan transmitir la vida humana: «Sed fecundos y multiplicaos y llenad la tierra» (Génesis 1, 28). Al transmitir a sus descendientes la vida humana, el hombre y la mujer, como esposos y padres, cooperan de una manera única en la obra del Creador” (Catecismo..., n. 372).
El mandato divino va dirigido tanto al varón como a la mujer: “someter la tierra”, que no es atropellarla ni destruirla, sino ser responsables ante Dios del desarrollo del mundo. Nuestros primeros padres fueron creados buenos, en armonía con Dios, entre ellos y con respecto a la naturaleza; en estado “de santidad y de justicia original”, tal como enseñó el Concilio de Trento, partícipes de la vida divina por la gracia. No debían ni morir ni sufrir, mientras no se rompiese la amistad con Dios y la armonía de la creación (cf. Catecismo..., n. 373-376).
El varón y la mujer tenían cada uno el dominio de sí, de modo que sus pasiones fueran dirigidas por la razón y no triunfaran los imperativos de la concupiscencia, la avaricia y el egoísmo. El trabajo no era penoso (cf. Génesis 2, 15; 3, 17-19), sino una colaboración con Dios para el perfeccionamiento de la creación material. Así fue nuestra primera condición, original, tal como Dios la quiso (cf. Catecismo..., n. 377-379).