El Misterio de la Trinidad cambia en profundidad nuestra mirada sobre el mundo, porque revela cómo el Amor es el tejido mismo de la realidad
Los cristianos reconocemos el origen de todo lo que existe en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu Santo. Se llega a ser cristiano a través del bautismo en el nombre de las tres Personas divinas. Y todo en nuestra vida está marcado por el signo de la Cruz, «en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo», según las palabras del propio Jesús (Cfr. Mt 28,19). Pero ¿qué significa esta fe en la Trinidad para nuestra vida? ¿Cómo se traduce en nuestra existencia diaria, en nuestra familia, en nuestro trabajo, en nuestro descanso?
Aunque solo en el cielo comprenderemos hasta qué punto la Trinidad es nuestro verdadero hogar, hasta qué punto nuestra vida «está escondida con Cristo en Dios» (Col 3,3), la fe cristiana nos pone ya ahora en camino hacia este Misterio, que contiene la respuesta a todas nuestras preguntas; que nos dice quiénes somos en realidad. El Misterio de la Trinidad cambia en profundidad nuestra mirada sobre el mundo, transfigura nuestra existencia: lo que, tomado por sí mismo, sería banal o insignificante se ilumina desde dentro. Nos detendremos aquí, de entre los muchos aspectos de la fe en la Trinidad, en dos que están fuertemente entrelazados entre sí: la profundidad del Misterio y el valor divino del amor humano.
Desde las primeras generaciones de cristianos, los teólogos, los santos y quienes han vivido una auténtica e intensa experiencia de Dios tienen una predilección especial por su Misterio, el Misterio de la Trinidad (Mysterium Trinitatis). También en la vida diaria se habla con frecuencia de misterio, aunque en el sentido de una realidad de difícil acceso, como saber quién es el criminal en una novela de intriga, o cuál es la solución de una ecuación o de un problema difícil. En todos estos casos el término se refiere a los límites de nuestra capacidad de conocer. En cambio, cuando se habla de Misterio de Dios, la cuestión ya no nos concierne solamente a nosotros, sino sobre todo a Él mismo y a su infinita profundidad. El Misterio de Dios no es insondable porque sea oscuro sino, al contrario, porque es demasiado luminoso: los ojos de nuestra inteligencia se deslumbran al mirarlo, como sucede cuando uno mira hacia el sol en pleno día.
Una piadosa leyenda medieval, representada también en magníficas obras pictóricas, cuenta que un día san Agustín paseaba por la playa, intentando comprender cómo es posible que Dios sea uno y trino, y encontró un niño que con un pequeño cubo vertía el agua del mar en un agujero excavado en la arena, con intención de meter el mar en el agujero. El gran Padre de la Iglesia intentó hacerle ver lo imposible de su pretensión; el chico le respondió que más absurdo aún era intentar comprender el Misterio de la Trinidad. El Misterio de Dios es como la inmensidad del mar, como la luz cegadora del sol. Ante el «océano del amor infinito», la única respuesta verdaderamente razonable es «sumergirse» confiadamente[1], «bucear en ese mar inmenso»[2].
En una de sus catequesis, san Josemaría lo explicaba con una fórmula verdaderamente eficaz, a propósito de cómo hablar sobre Dios: «Y cuando (…) te digan que no entienden la Trinidad y la Unidad, les respondes que tampoco yo la entiendo, pero que la amo y la venero. Si comprendiera las grandezas de Dios, si Dios cupiera en esta pobre cabeza, mi Dios sería muy pequeño..., y, sin embargo, cabe −quiere caber− en mi corazón, cabe en la hondura inmensa de mi alma, que es inmortal»[3]. Un Dios totalmente comprensible no sería misterio, sería poca cosa. En cambio, la paradoja cristiana consiste en el hecho de que, aunque la Trinidad infinita no puede ser comprendida por nuestra inteligencia, a la vez habita en nosotros, en nuestro corazón.
La dificultad para comprender el Misterio del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo no se debe a que sea un absurdo, sino a que es un Misterio de Amor: una comunión de Personas. Nuestro Dios es Misterio porque es Amor: todo en Él es Don perfecto y eterno. Y el mundo creado es expresión de ese Amor. A través del mundo, y de las personas que nos rodean, podemos comprender por qué es necesaria la fe para acceder a esta verdad, que incluso los más grandes filósofos no han podido encontrar sin la Revelación. No se trata de creer en lo absurdo, sino de entrar en la dimensión personal, cosa que solo logramos cuando abrimos el corazón. «¡Señor, gracias porque eres tan grande que no me cabes en la cabeza, y gracias también porque me cabes en el corazón!»[4].
¿Por qué Dios se oculta en su Misterio? En realidad no es que se oculte: incluso entre los seres humanos sucede que la intimidad del alma de otro solo se puede conocer a través de un acto voluntario de revelación de lo que uno tiene en el corazón, como los recuerdos, los sueños, las preocupaciones o los miedos. Aunque desde fuera se pueda intuir algo, para que otro acceda a lo que verdaderamente se encuentra dentro de nosotros es necesaria una “revelación” de nosotros mismos; y es necesario también que quien participa de esa “revelación” logre comprenderla, asimilarla. No nos debe extrañar que el Misterio de Dios nos supere: nuestros ojos deben acostumbrarse poco a poco a su luz. Por eso, si en la vida de cada día es necesario aprender «siempre a quitarse las sandalias ante la tierra sagrada del otro»[5], ante el Misterio de la Trinidad, la primera actitud a asumir es la de la humildad y el profundo respeto, porque se entra en el espacio de la Libertad y del Don, esa Libertad y Don que son precisamente el origen del Amor, de todo amor.
«No hay más amor que el Amor», anotaba san Josemaría en 1931[6]. La inmersión en la profundidad del Misterio del Dios uno y trino nos lleva a leer el mundo y la historia a su luz, que es la «luz verdadera» (Jn 1,9): como si pasáramos de intentar descifrar un texto en la penumbra a leerlo a pleno sol, y descubriéramos que no estábamos entendiendo prácticamente nada. «Dios es amor» (1 Jn 4,16) porque es una comunión eterna de tres Personas, que se entregan recíprocamente, sin reservas: tres Personas unidas de modo absoluto y eterno por una relación de don total y libre de Sí. El sentido del mundo y de la existencia de cada hombre reposa en esa libertad auténtica, esa «corriente trinitaria de Amor»[7].
El Padre, en efecto, genera al Hijo dándole todo lo que Él mismo es, y no simplemente algo que posee. La primera Persona divina es Padre con todo su ser, Padre sin límites, de modo que el Hijo generado por Él no solo se le parece, sino que es una sola cosa con Él: es Dios mismo en su eternidad y su infinitud. El Hijo, Imagen perfecta del Padre, se entrega de nuevo a Él, es decir, responde al don que recibe dándose Él mismo totalmente al Padre, como este se le ha entregado. Y el Don que el Padre y el Hijo se intercambian eternamente es el Espíritu Santo, tercera Persona de la Trinidad. El Espíritu Santo es el Amor que une a las primeras dos Personas, y es Dios, porque es una sola cosa con ellos. Así, nuestro Dios es uno y trino precisamente porque es Amor absoluto, porque es Don perfecto, sin reservas, sin condiciones: el Amor con el que todos soñamos.
San Agustín, aunque llegó a darse cuenta de la limitación de nuestros conceptos, lo explicó de un modo que permite asomarse a esta vida íntima de la Trinidad. El amor, escribió en su tratado sobre la Trinidad, implica siempre la presencia de un amante, de un amado y de su amor[8]. Análogamente, para que se pueda hablar de don, debe haber alguien que da, otro que recibe y también aquello mismo que se da: el don, el regalo. Solo con esta tríada hay Amor. Y cuando el Amor o el Don es infinito, y por tanto entra en el espacio del Misterio de Dios, estos tres términos son infinitos y perfectos. De modo que nuestro Dios es uno y trino precisamente porque es Amor. De este Amor sin límites surge, y hacia él se dirige, «el deseo que todos nosotros tenemos de infinito, la nostalgia que todos nosotros tenemos de lo eterno»[9].
Uno de los modos en que los cristianos acompañan el Nombre de la Trinidad es beatissima: felicísima. Dios es todo Él felicidad que quiere comunicarse, y por eso ha creado todas las cosas: para introducirnos en su alegría infinita. El mundo en el que vivimos, y la existencia de cada uno, tiene su origen en ese eterno Don recíproco que es la Vida del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. El hombre existe, pues, en la medida en que es amado por las tres Personas divinas. Y por eso su valor es infinito. Desde esta luz, «nos parecen admirables tanto el origen como el fin de la creación, que consisten en el amor. Un amor absolutamente desinteresado, porque Dios no tiene ninguna necesidad de nosotros: somos nosotros quienes tenemos necesidad de Él»[10].
Si el mundo surge del desbordamiento del Amor de las tres Personas divinas, el sentido de la vida de quien cree en la Trinidad es el amor. Y por eso todo verdadero amor remite, en su núcleo más íntimo, a la Trinidad, como ha explicado recientemente el Papa Francisco, retomando las enseñanzas de san Juan Pablo II[11]. Así, la importancia fundamental de la familia para la fe cristiana no está ligada solo a la dimensión moral o a consideraciones sociológicas. La misma relación fecunda de los esposos es imagen que guía en el encuentro con el Misterio de la Trinidad: «el Dios Trinidad es comunión de amor, y la familia es su reflejo viviente»[12].
El cristiano, pues, sabe que el primer principio de cualquier cosa no es una unidad abstracta o una idea universal, sino una comunión de Personas: una comunión radiante de felicidad. El fondo de la realidad, lo que es más verdadero, se encuentra en las relaciones interpersonales. Qué sea la felicidad es un misterio que se empieza a desvelar precisamente ahí; el sentido de la vida se juega a esa profundidad. La amistad, el servicio de los demás, la fraternidad, el amor en todas sus formas, no son solo palabras bonitas o prácticas positivas sugeridas por un buen corazón. El cultivo cuidadoso de las relaciones interpersonales resulta el acto más realista y eficaz, la mejor inversión posible: porque el fundamento de la realidad es trinitario. El pecado, por contraste, es esencialmente superficial: no ve lo que verdaderamente cuenta, y lleva a inversiones pésimas. El pecado se cierra al otro, lo descarta; supone, en fin, una verdadera miopía existencial, de la que todos necesitamos irnos curando. La revelación de la Trinidad y la fe que se despliega a partir de este Misterio es colirio para nuestros ojos: nos habla de cómo ganar verdaderamente en la vida, y de cómo ganar a todos para la Vida.
La mirada de los santos, que se saben pecadores como todos, se mueve entre el Cielo y la tierra; reconoce que la verdadera realización de sí se encuentra en el amor y en el servicio: ahí se libera el acceso a la realidad más auténtica. Los mismos gestos de afecto, como los abrazos; o los de cortesía, como darse la mano, se hacen eco del amor de la Trinidad, porque significan el deseo o la disponibilidad para ser uno en el otro, como las personas divinas son una en la otra. «El que me ha visto a mí ha visto al Padre», dice Jesús a Felipe (Jn 14,9). Quien ve al Hijo ve al Padre, porque el Padre está en el Hijo y el Hijo en el Padre: son todo Amor. Así es la vida de la Trinidad, la vida a la que Dios nos llama: la vida misma del Padre es dar su vida al Hijo; la vida misma del Hijo es agradecer la vida al Padre; el Espíritu Santo es Él mismo esa Vida para el Otro.
Surge así otra dimensión de la contemplación del mundo a la luz de la Trinidad: si el principio de todas las cosas es nuestro Dios, entonces en el origen y en el destino de la realidad se encuentra el Amor del Padre por el Hijo y del Hijo por el Padre. La Escritura nos lo deja entrever en el aletear del Espíritu de Dios sobre las aguas (cfr. Gn 1,2): el Amor de la Trinidad abraza el universo. Y, de un modo más explícito, retomando el relato de la creación a la luz de la encarnación del Verbo, el prólogo del cuarto Evangelio dice que «todo se hizo por Él» (Jn 1,3): en todo se refleja la Filiación de Cristo, y a Él se ordena todo (cfr. Ef 1,10). Las estrellas lejanas, el mar profundo, las montañas más altas o las flores más bellas, todos hablan del don absoluto que el Padre vierte en la generación del Hijo: todo es icono de esta relación eterna de amor. Toda la creación habla de Cristo, como dice la liturgia, parafraseando a san Pablo: «Ahora se cumple el designio del Padre: hacer de Cristo el corazón del mundo»[13].
De aquí nace la posibilidad de contemplar el mundo y la historia, en sus dimensiones más cotidianas y prosaicas, como lugar de encuentro con Dios, como tarea filial confiada al hombre por el Padre, en Cristo. A la luz de la Trinidad el cristiano se puede reconocer como “socio” de Dios, como heredero en Cristo de todas las cosas, colaborando con Él para llevar todo al Padre, con una profunda gratitud por su don: siendo todo él agradecimiento. Este es el corazón de toda Misa, el acto eucarístico más auténtico, a través del cual la creación vuelve a la relación con su origen, a la Trinidad.
María y la Trinidad
San Josemaría confiaba en una ocasión: «Trato de llegar a la Trinidad del Cielo por esa otra trinidad de la tierra: Jesús, María y José. Están como más asequibles»[14]. El amor de los tres de la Sagrada Familia, sus relaciones de don recíproco, le guiaba en la contemplación de la Trinidad beatísima, remontando el río en búsqueda de la fuente, desde los amores hasta el Amor de los amores.
Santa María es quien mejor ha realizado este retorno a Dios, esta restitución en Cristo del mundo a la Trinidad. La existencia de María es trinitaria; está completamente transfigurada de amor: María recibe su ser, y lo entrega de nuevo al Padre en Cristo gracias al Espíritu Santo, que es el Amor mismo y que la ha cubierto con su sombra (Cfr. Lc 1,35). María es criatura, María es una mujer de Palestina, pero todo en Ella está impregnado del Amor que constituye la relación eterna entre el Padre y el Hijo. Así Ella es Señora de la creación y de la historia: todo se ha confiado a su Corazón inmaculado, porque nadie conoce mejor que ella el mundo, nadie lo transforma mejor que ella, a través de su diálogo íntimo y familiar con cada persona de la Trinidad. Con Ella podemos vivir «en el seno de la Trinidad (…) adentrarnos en el Padre y descubrir nuevas dimensiones que iluminan las situaciones concretas y las cambian»[15], que llevan a «hacer de Cristo el corazón del mundo».
Giulio Maspero
Fuente: opusdei.org.
[1] Benedicto XVI, Enc. Spe Salvi (30-XI-2007), n. 12.
[2] San Josemaría, notas en una reunión familiar, 14-VI-1974 (Catequesis en América, 1974, vol. I, 449, AGP, Biblioteca, P04).
[3] San Josemaría, notas en una reunión familiar, 9-II-1975 (Catequesis en América, 1975, vol. III, 75, AGP, Biblioteca, P04).
[4] Ibidem.
[5] Francisco, Ex. Ap. Evangelii Gaudium (24-XI-2013), n. 169.
[6] San Josemaría, Camino, n. 417. Cfr. comentario de la edición crítico-histórica.
[7] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 85.
[8] San Agustín, De Trinitate, 8.10.14.
[9] Francisco, Audiencia, 27-XI-2013.
[10] Jean Daniélou, La Trinità e il mistero dell’esistenza, Queriniana, Brescia 1989, 44.
[11] Cfr. Francisco, Ex. Ap. Amoris Laetitia (19-III-2016), n. 63. Cfr. San Juan Pablo II, Angelus, 7-VI-1998.
[12] Francisco, Amoris Laetitia, n. 11.
[13] Así reza la versión italiana de la antífona tercera en las vísperas de la feria I de la semana IV del salterio del Tiempo Ordinario.
[14] San Josemaría, “Consumados en la unidad”, en En diálogo con el Señor, edición crítico-histórica, Rialp, Madrid 2017, 422.
[15] Francisco, Evangelii Gaudium, n. 283.
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