A mí me impresionan siempre los jóvenes con los audífonos puestos o el casco como declarando que no están dispuestos a hablar con nadie
En estos meses de pandemia uno de los términos más en boga ha sido el de la “distancia social” o el “distanciamiento social”. Aunque probablemente sería más preciso el término “distanciamiento físico”, quizás el adjetivo “social” suene como más elegante. En todo caso la tesis es que la distancia de dos metros entre los seres humanos que no conviven en un mismo hogar protege de la infección de coronavirus.
Sin embargo, hay un efecto indeseable de esta medida sanitaria: favorece la “sordera social”, esto es, el no escucharse unos a otros. No es solo que las mascarillas hagan más difícil la vocalización y la audición, sino que la preocupación por evitar el contagio guardando la distancia de seguridad puede separarnos de los demás. Me contaba con pena un amigo muy respetable que había sido increpado en la farmacia de su barrio por la persona que tenía delante en la cola por estar a un metro de distancia y no haber respetado los dos metros establecidos.
Si estamos a dos metros y hay ruido en el ambiente por el tráfico, la música o cualquier otro sonido no resulta fácil prestarse atención unos a otros. A mí me impresionan siempre los jóvenes con los audífonos puestos o el casco como declarando que no están dispuestos a hablar con nadie.
Hace cosa de veinte años comencé a sentir pitidos en ambos oídos. Me diagnosticaron la dolencia que los norteamericanos llaman tinnitus y los médicos españoles acúfenos (del griego, acu-: sonido, y feno: aparente), esto es, ruidos sin causa externa. Lo peor quizás es que ese ruido interior venía acompañado de hipoacusia, esto es, de una paulatina pérdida de audición, en mi caso sobre todo para los sonidos agudos. Lo más engorroso para mí era la dificultad para seguir una conversación con varias personas en una comida en un restaurante o entender lo que decían las alumnas con voz más aguda en los coloquios que me gusta organizar en las clases. Esto es lo que se llama «sordera social», que resulta dolorosa porque al que la padece le separa de los demás. Como dijo Helen Keller, la famosa sordociega norteamericana: «La ceguera nos separa de las cosas, la sordera nos separa de las personas».
Me resistía a ponerme audífonos, pues pensaba que eso iba a distanciarme de los alumnos, pero me equivocaba. Hace cosa de cuatro años me puse unos audífonos de gran calidad y eso ha transformado notablemente mi vida, enriqueciendo mi comunicación con los demás. Ahora oigo a las personas cuando me hablan y entiendo a los alumnos en clase, sin necesidad de hacerles repetir su pregunta; incluso llego a oír bastante bien en ambientes ruidosos.
Cuento esta historia personal de mi sordera para defender que en nuestra sociedad individualista en la que casi todo el mundo va a la suya, en la que los demás son vistos a veces como peligrosos porque pueden contagiarnos, hemos de poner unos audífonos en nuestro corazón para escucharnos pacientemente los unos a los otros de forma que nuestros corazones lleguen a estar sintonizados.
Se trata de aprender el arte de escuchar. Eso requiere un verdadero interés por lo que preocupa a los demás, a cada uno, independientemente de la importancia que tenga ese asunto para nosotros. Escuchar sin interrumpir a la otra persona, sin impaciencia, nos hace mejores y además consuela y alivia a la otra persona que se siente escuchada y querida. Aprender a escuchar requiere —como advirtió el pedagogo alemán Bollnow en «Educación para la conversación»— renunciar a la seguridad de la propia opinión —aunque se tenga mayor experiencia o autoridad— y ponerse en duda uno mismo sin ningún reparo.
Además, si uno se empeña en escuchar a los demás —sobre todo a quienes son más distintos o parecen tener opiniones más opuestas— y en aprender de ellos, se crece por dentro y a menudo se establecen relaciones intelectuales y afectivas formidables. Estoy persuadido de que esta es una de las misiones más importantes de la Universidad: enseñar a dialogar, a escuchar las opiniones de los demás y a expresar con libertad y creativamente el propio parecer. Una universidad ha de constituir un espacio en el que todas las opiniones puedan expresarse con tal de que se haga respetuosa y razonablemente.
Para que haya esta disposición de escuchar a los demás es preciso poner audífonos en nuestro corazón, esto es, adoptar la actitud humilde de querer aprender de los demás.