El tiempo de cuarentena está siendo un tiempo de familia. También está poniendo a prueba la familia. Y está revelando qué es la familia. ¿Cómo es la luz que arroja?
Descubrimos, en primer lugar, que la familia es decisiva para el bien común. La familia ha generado recursos nuevos en medio de la crisis. Sin la familia no habría podido seguir adelante la escuela. E incontables personas han sido cuidadas en familia, apoyando así el sistema sanitario. La familia, una vez más, genera “capital social”, es decir, aquel capital o riqueza que no aparece en el producto interior bruto, pero que es esencial para que la sociedad siga adelante: confianza, apoyo mutuo, dedicación a la persona...
A la vez, hemos experimentado, por lo difícil del confinamiento, que tampoco la familia puede vivir sin otras familias, tampoco puede vivir sin la sociedad. Cuando la familia se aísla en sí misma, cuando quiere ser solo refugio afectivo para sus miembros, sin nada que ver con el mundo del trabajo y del bien común, entonces la familia sufre y, a la larga, su ambiente se vuelve irrespirable.
Por tanto, dos lecciones de la pandemia: ni sociedad sin familia, ni familia sin sociedad.
A la vez, este tiempo de pandemia, en que comprendemos mejor la fragilidad de nuestra vida y de nuestras relaciones, nos da una tercera lección. Pues la familia aparece como lugar donde aprendemos a recibir la vida de otros. La familia es, por definición, aquello que no hemos fabricado nosotros, que ya estaba ahí, que nos es dado, como experimenta cada niño que nace.
En las últimas décadas hemos visto una negación de esta verdad básica. El hombre ha querido rehacer la familia, según distintos modelos que reflejaran los distintos deseos. Pero de esta forma la familia deja ya de ser el lugar de lo recibido, deja de ser la familia natural o ecológica. Pues la familia es como el planeta tierra, un espacio que el hombre no ha fabricado, que está llamado a proteger, porque así aprende cuánto ha recibido, y cuánto han recibido juntos los hombres.
Lo que todo esto significa es que no hay familia sin Creador. La familia es el primer testigo de la creación. En la Biblia hay dos pasajes en los que se habla de una creación de la nada, y son dos pasajes que contienen precisamente una referencia a la familia. El primero es el relato de la madre de los mártires macabeos, que atestigua a sus hijos que ella no les produjo en su seno, ni formó sus miembros, sino que fue el Creador del Universo, que todo lo hizo de la nada. El segundo está en la carta a los Romanos, cuando san Pablo cuenta la fe de Abrahán en Dios. El patriarca creyó a la vez que Dios llama a todas las cosas que no son para que sean, y que hizo fecundo el vientre de Sara, muerto por tan anciano.
Hablando de familia, permitidme terminar con una palabra para los abuelos. La Biblia, cuando habla de las generaciones, suele ir de tres en tres, para incluir abuelos, padres e hijos. Por ejemplo: Abrahán, Isaac y Jacob. La separación entre abuelos y nietos que vivimos hoy es también una llamada a proteger y cuidar este vínculo. El abuelo es la memoria, que recuerda que somos parte de una larga cadena de tradición. Porque el abuelo está presente, el nieto entiende que sus padres son también hijos, y que él nunca dejará de ser hijo. En este testimonio del abuelo se recuerda, por tanto, que la vida se remonta más allá de sí, hasta el Creador.
Por tanto, ni sociedad sin familia, ni familia sin sociedad, ni familia sin Creador. Y a estas tres cosas, añadimos una cuarta. Pues el Creador, enviando a su Hijo al mundo, nacido de María, ha querido mostrarnos que Él, Dios, tampoco está sin familia.