Tenemos una nueva oportunidad, como sociedad, de reflexionar y aprender de lo vivido. Necesitamos más diálogo público sobre cuestiones morales
Nada volverá a ser igual. Este es uno de los mantras repetidos durante la pandemia. Se llama “nueva normalidad” a la situación que comienza tras superar lo peor de la crisis. Muchos sostienen que estamos ante un punto de inflexión del modelo económico, la concepción del Estado o la organización de la sociedad. Me gustaría sostener que el año 2020 también podría quedar marcado en los libros de historia como un hito en el progreso ético de nuestras comunidades.
En crisis como esta se pone de manifiesto el talante moral de las personas y las sociedades. Sale a relucir lo mejor y lo peor de cada uno. Por eso, el COVID-19 ofrece lecciones éticas de las que sería provechoso tomar buena nota. Una de las principales enseñanzas se refiere a la relación entre la utilidad y la solidaridad. En su uso común, esos valores suelen oponerse. Quien se guía por la utilidad es egoísta y ve la vida bajo el prisma del beneficio; por el contrario, quien tiene una actitud solidaria pone a cada persona en el centro y valora el servicio desinteresado.
Desde hace décadas, vivimos en un mundo dominado por principios utilitaristas. Las personas frágiles −por su discapacidad, salud o edad− son frecuentemente descartadas o marginadas por el sistema. Como contrapeso a esas actitudes, es cada vez mayor el empeño por crear sociedades inclusivas, ya que todas las personas tienen el mismo valor.
En la actual crisis se han alcanzado algunos picos de solidaridad que ofrecen una oportunidad para aplanar la curva social del utilitarismo. Me referiré a algunos ejemplos del ámbito profesional y el asistencial. En estas semanas hemos constatado la utilidad e importancia de los trabajos dedicados al servicio, que con frecuencia están desprestigiados. Además, en la atención sanitaria se han planteado dilemas éticos que han puesto en primer plano la igual dignidad de todas las personas, especialmente de los más débiles.
El reciente dibujo de Banksy en el que aparece un niño que deja a un lado a Batman para jugar con una enfermera con capa voladora resume bien la idea de los nuevos héroes surgidos de esta crisis. Resulta también significativo lo que un sanitario decía en una entrevista: se sentía conmovido por el agradecimiento de la gente, pero le molestaba el título de “héroe”. Él seguía haciendo su trabajo; lo que sucedía es que ahora la gente empezaba a reconocer la importancia de esa tarea. Desde luego, la heroicidad no tiene que ver con los superpoderes, sino con esa capacidad que han demostrado tantas personas de estar a la altura de las circunstancias −muy difíciles en este caso− y de trabajar con sentido de servicio al buscar el bien del otro, excediéndose cuando ha sido necesario.
Fue noticia que Boris Johnson, en sus palabras de agradecimiento al salir del hospital, citara por su nombre de pila no a los médicos que, al fin y al cabo, eran quienes habían acertado con el tratamiento que le salvó la vida, sino a los dos enfermeros que le atendieron en sus 48 horas más críticas. En este sentido, el filósofo de Harvard Michael Sandel ha señalado la necesidad de que reflexionemos sobre “lo que nos debemos unos a otros”, de modo que podamos ofrecer el reconocimiento justo a las profesiones que ahora sabemos que son esenciales.
En una situación de falta de medios para tratar a los enfermos, han surgido debates sobre el triaje y la difícil decisión sobre a quién dar prioridad. En Italia, una sociedad médica indicó que se debía seguir el principio utilitarista de maximizar el beneficio para el mayor número y por tanto priorizar, entre otros, a quienes tuvieran más años de vida por delante. El Comité de Bioética francés descartó esa opción. También en España se planteó esa posibilidad y hubo declaraciones en contra de esas políticas, como las del Sindicato Médico Catalán. La edad no puede ser por sí misma un criterio para decidir, como tampoco la calidad de vida limitada por algún tipo de discapacidad, según recordaron representantes de este colectivo como el CERMI.
Adentrarse por la vía utilitarista −con su apariencia de lógica y racionalidad− minaría las bases éticas de nuestras sociedades. En una entrevista con Le Monde, Habermas lo expresa de modo inequívoco: no hay vidas más valiosas que otras. Por desgracia, la pandemia se ha cebado con las personas más mayores. Los tristes acontecimientos de estos meses han hecho surgir una especial conciencia de la responsabilidad que tenemos hacia ellas.
Las lecciones éticas de la última crisis mundial −la económica de 2008− se olvidaron muy pronto. Por algo somos el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra. Ahora tenemos una nueva oportunidad, como sociedad, de reflexionar y aprender de lo vivido. Necesitamos más diálogo público sobre cuestiones morales. Necesitamos una educación que ayude a que los jóvenes descubran la dimensión de servicio de las diversas profesiones. Necesitamos poner en primer plano el valor social de las personas mayores, dependientes o enfermas. En esta crisis hemos comprobado lo mucho de que somos capaces. Entre todos, con una sociedad civil activa y fuerte, esta vez sí podríamos conseguir que nada vuelva a ser igual.
José María Torralbaes Profesor Titular de Filosofía Moral y Política Director del Instituto Core Curriculum de la Universidad de Navarra