Ya sabemos que mirar las cosas desde lejos es la forma de no ver nada
En el Bosque Nacional Fishlake, en Utah (Estados Unidos) se encuentra un bosque singular de álamos temblones conocido como Pando. Está formado por alrededor de 47.000 árboles y ocupa una extensión de 43 hectáreas. Los que han convivido con el álamo temblón saben de su tenacidad para rebrotar tras innumerables talas. El secreto está en su raíz, una malla subterránea que alimenta −y de la que surgen− multitud de brotes nuevos. Uno lo mira desde lejos y lo que ve son árboles individuales, una muchedumbre de árboles. Pero ya sabemos que mirar las cosas desde lejos es la forma de no ver nada. En realidad, los 47.000 árboles del bosque comparten la misma raíz y tienen el mismo genoma: Pando es un solo ser vivo: un ser vivo de 66.000 toneladas y 80.000 años de vida.
Salvando las distancias −las enormes distancias−, me imaginaba yo estos días la humanidad entera como un enorme Pando en el que todos estamos conectados con todos: desde la Tierra de Fuego hasta Alaska y desde el estrecho de Bering hasta las costas occidentales de Irlanda, la humanidad entera tiene hoy el mismo comportamiento y persigue el mismo objetivo. Nunca como ahora habíamos sido tan conscientes de la existencia entre los hombres de una profunda solidaridad en su sentido denso, etimológico: conformamos un cuerpo sólido, cohesivo, trabado, en el que el daño a uno daña a todos y las buenas noticias repercuten en todos. Habíamos perdido de vista algo que sabe el hombre desde el fondo de los tiempos, y que desde el fondo de los tiempos −“¿Soy yo, acaso, el guardián de mi hermano?”− está permanentemente a pique de perderse.
Pero hemos aprendido más. Hemos aprendido que no reza con nosotros la ley del más fuerte. La ley del más fuerte es la ley de la selva, y nosotros estamos a otra cosa. Lo que nos mueve no es la fuerza, sino la fragilidad. Es el débil, el necesitado, el que está en el centro de todas las miradas y de todas las preocupaciones. El anciano, el enfermo, han dejado de ser conceptos abstractos, impersonales. Han dejado de ser desechables. Nos miramos, y los miramos, y nos reconocemos en ellos: igual de cansados, igual de necesitados, igual de frágiles. Arrastramos el mismo dolor, la misma esperanza.
Ésta es la realidad. Y en esta realidad nos descubrimos cuidadores. Extremando la atención a detalles de la vida ordinaria que nunca nos habíamos parado a considerar, adoptando costumbres nuevas y sacudiéndonos las viejas mañas, únicamente para proteger al que está a nuestro lado. Respondemos así a la pregunta que había quedado en el aire: sí, soy el guardián de mi hermano.