"Lo que funda la civilización, aquello que constituye la humanidad misma de los seres humanos, es un pequeño número de reglas", explica el filósofo francés
El filósofo y teólogo Rémi Brague, miembro del Instituto, examina el desorden causado por la suspensión virtual de los ritos religiosos debido a la epidemia. Y ofrece una poderosa meditación sobre el significado del Sábado de Pascua.
Entrevista de Eugénie Bastié, publicada originariamente en lefigaro.fr.
Nuestras sociedades descristianizadas, ¿están indefensas ante el regreso de la muerte a nuestras vidas en forma de cifras, hecatombes diarias?
Nuestra actitud hacia la muerte es ambivalente. Hacemos todo lo posible para evitarla, adoptando conductas prudentes y buscando remedios para las enfermedades, lo cual está muy bien. Pero también buscamos expulsarla de nuestros pensamientos, olvidarla, hacer como que nunca nos afectará. Esto por un lado. Y por otro lado, más en secreto, la vemos como algo definitivo. Mira la famosa frase de Nietzsche, «Dios ha muerto». Si es cierta, significa que la muerte está por encima de lo más alto y sagrado, que ha demostrado ser más fuerte que Él. Y si el poder es la medida de la divinidad, implica que la muerte es más divina que el Dios al que ha derrotado. Así que «Dios ha muerto» se convierte lógicamente en «la muerte es Dios». Esta cuasi-divinización de la muerte explicaría muy bien por qué nos mantenemos en silencio: una deidad es aquello cuyo nombre no se pronuncia en vano.
Una de las lecciones de esta crisis es que el reino de la economía ha dado paso a la preocupación por los más vulnerables. ¿No es esto una señal de que seguimos siendo católicos, a pesar de todo?
En cualquier caso, que estamos marcados por una cultura cristiana es una gran evidencia, incluso para aquellos que lo lamentan. Los hindúes, que creen en la reencarnación, piensan que toda desgracia es merecida, que castiga las faltas cometidas en una vida anterior, que así se pueden expiar. La Madre Teresa, que buscaba aliviar el sufrimiento de los moribundos, era mal vista por los hindúes de casta alta. Para ellos, privaba a aquellos desgraciados de la oportunidad de una mejor encarnación la siguiente vez. Creer que las víctimas deben ser socorridas, sean quienes sean, y en particular cualquiera que sea su religión, su utilidad social, su edad, simplemente porque estas personas son «mi prójimo», es una creencia de origen cristiano. Es lo que ilustra la parábola del «Buen Samaritano».
Se han suspendido todos los ritos religiosos para luchar contra la propagación del virus. ¿No nos hace sentir esta suspensión de la comunión y la virtualización de nuestros ritos (misas televisadas) el verdadero valor de las iglesias?
Vivimos en un mundo donde lo virtual tiende a reemplazar a lo real. Esto es cierto en todas las áreas. Había una excepción, que era justamente la de los ritos religiosos. No porque se refieran a la dimensión etérea de nuestra experiencia, el «espíritu», como se malinterpreta demasiado a menudo. Más bien es todo lo contrario: porque se refieren al cuerpo. La misa es una comida, y no se puede comer a distancia. Las iglesias son refectorios, una especie de comedor de beneficencia, donde todos son recibidos sin control en la entrada. Por supuesto, la comida que se da en la misa no es cualquier comida. Por supuesto, el fin último de los sacramentos no es recordarnos que tenemos un cuerpo. Pero quizás podrían, por añadidura, ayudarnos en esto. Los sacramentos asocian indisolublemente el Altísimo con lo más humilde, lo más elemental de nuestra condición: comer, reproducirse (el matrimonio es también un sacramento), morir. Esta alianza paradójica confiere a nuestra pobre y frágil especie una dignidad extraordinaria.
Las ceremonias funerarias se han reducido al mínimo. ¿Qué pensar de esta suspensión sin precedentes de las «leyes no escritas» que fundan la civilización?
Lo que funda la civilización, aquello que constituye la humanidad misma de los seres humanos, es un pequeño número de reglas. Pero lo que W. R. Gibbons llama «nuestra bella civilización occidental» parece haber emprendido la noble tarea de destruirlas. Para empezar, las desacredita llamándolas «tabúes». ¡Qué hermosa palabra! ¡Qué útil es! Desde que el capitán Cook la trajo de Tahití, ha permitido poner en la misma cesta los mandamientos morales más imperiosos y las rutinas más inútiles, el asesinato y el uso de una corbata de un college del que no se es alumno, la bestialidad y el abotonarse el último botón del chaleco…
Una de esas reglas básicas es la que se refiere a los ritos funerarios. El famoso pasaje de Antígona en el que Sófocles plantea la noción de «ley no escrita» se refiere precisamente a los honores que se deben dar a un cuerpo, aunque sea el de un rebelde. En una palabra, no se hace cualquier cosa con el cadáver de un difunto. Lo entierras, lo embalsamas antes de meterlo en un sarcófago, lo quemas en una hoguera, lo entregas a las aves de rapiña en lo alto de una torre, o incluso haces que su familia lo devore en una comida solemne, no importa lo que sea. Pero no lo tratas como un objeto más que se puede tirar a un basurero.
Los paleontólogos subrayan la extrema importancia de la presencia de polen fósil en las tumbas prehistóricas, datadas en 300.000 años antes de nuestra era. Nuestros lejanos ancestros depositaban flores encima de los cadáveres. Nunca sabremos cuáles eran sus intenciones. Pero, en cualquier caso, tenían una especie de respeto hacia los cadáveres. Es lo que nosotros estamos perdiendo. Recuerden la exposición itinerante Körperwelten (1988), ahora llamada Bodies: The Exhibition, que muestra cadáveres sumergidos en resina transparente y convertidos en estatuas. Los cuerpos eran probablemente los de personas condenadas a muerte y venían de China, ¡que ya estaba exportando todo tipo de gracias!
Así que espero que estos funerales relámpago duren poco tiempo, porque podría llevarnos a desarrollar malas costumbres.
El Sábado Santo es un día sin celebraciones para los cristianos. ¿No es este confinamiento impuesto un largo Sábado Santo? ¿Puede esta situación particular en la que estamos viviendo ayudarnos a pensar mejor sobre este día de aridez espiritual?
El Sábado Santo, sobre el que uno de los más grandes teólogos del siglo pasado, Hans Urs von Balthasar, meditó largamente, es un día muy especial: una vez cada trescientos sesenta y cinco días, los que dicen que «Dios está muerto» tienen razón. La fórmula, que ya encontramos en un coral luterano del siglo XVII, es posible que la encontrara allí el mismo Nietzsche, hijo de un pastor. La diferencia fue que este último hizo que el «loco» añadiera: «Dios permanece muerto».
Los cristianos, por su parte, ven en el Sábado Santo la espera de la Resurrección del día de Pascua. El Sábado Santo, sin embargo, no es un día vacío, un tiempo muerto. No es indiferente que Cristo no haya sido sustraído a la muerte, sustituido por un doble, elevado al cielo, ido a Cachemira o exiliado a las Islas Benditas, etc., sino que vivió nuestra condición hasta el final y así pasó por todas sus etapas, incluso la última, compartiendo así nuestra suerte común. Según el pensamiento fundamental de los Padres de la Iglesia, solo aquello que ha sido asumido por Cristo se santifica, el Verbo de Dios hecho hombre, y todo lo que ha sido asumido por él ha sido santificado: Cristo tenía que pasar por la muerte («descendió a los infiernos») para que también esta se convirtiera en ocasión de un encuentro con Dios. San Pablo dice: «Si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra fe». Pero también hay que decir: pasa lo mismo si Cristo no ha muerto. La muerte no pierde nada de su tragedia, pero se convierte también en un lugar donde está Dios: «Si en el Seol preparo mi lecho, allí estás tú» (Salmo 139:8). Dios nunca nos abandona.
En consecuencia, la muerte deja de ser esa realidad última a la que los punks tienen la franqueza de darle un culto visible, y toda nuestra cultura hipócrita, un culto no reconocido. Este mensaje de vida es de actualidad allá donde la muerte acecha, como es el caso en este momento. Y es en el fondo una oportunidad que este confinamiento se extienda hasta que no sepamos cuándo quizás llegará ese día único. Podría ser como una lupa que lo magnificase enormemente. Que nos permita ver más claramente, más de cerca, lo que significa. Depende de nosotros aprovechar la oportunidad.
¿Qué mensaje puede dar la Resurrección en estos tiempos trágicos? ¿Qué esperanzas tiene para nuestra civilización a la salida de esta crisis?
Para nuestra civilización, no soy muy optimista. Pero tiene razón al hablar de esperanza. Es lo único que puede ayudarnos. Es una de las tres virtudes llamadas «teologales», junto con la fe y la caridad. Estas virtudes tienen como rasgo propio que no pueden ser excesivas. Esto las distingue de las otras virtudes, donde el exceso en una obstaculiza el ejercicio de las otras. Por ejemplo, la excesiva prudencia puede hacernos olvidar nuestro deber de ayudar al prójimo. En cambio, no podemos creer demasiado, amar demasiado, esperar demasiado. El objeto último de estas virtudes es infinito: Dios que, por pura caridad, nos prepara para «lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó».
Desde un punto de vista meramente humano, podríamos esperar una pequeña toma de conciencia sobre los límites de nuestra condición, de «nuestro alcance», como decía Pascal.
Fuente: eldebatedehoy.es.
Traducción de Jorge Soley.
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