Trabajar por dentro, rezar, acompañar y velar por las personas a las que queremos, lejanas quizá, pero muy cerca de nuestro corazón cristiano. Y por todos. Es un programa de vida espiritual espléndido para estos días duros de confinamiento y cuarentena
“No os dejaré huérfanos” (Jn 14, 18). Son palabras cariñosas de Jesús a sus apóstoles −sus amigos, como le gusta llamarlos− en su despedida terrena antes de encaminarse a su pasión. No quiere que se sientan solos en los momentos difíciles que van a llegar. Es lógico que os pongáis tristes −parece decir− cuando presenciéis mi pasión y muerte en la cruz; pero será una tristeza pasajera. Enseguida “os volveré a ver y se os alegrará el corazón, y nadie os quitará vuestra alegría” (Jn 15,11).
Nada ni nadie quita la alegría de un corazón cristiano que se sabe siempre acompañado por el amor más grande que se pueda soñar. El amor infinito e incondicional de un Dios que me ha creado, redimido y perdonado tantas veces. Un Dios que, por amor, se ha hecho uno de nosotros para hacerse lo más cercano posible, compartir nuestra historia y morir por unos pecados que no fueron los suyos. Un amor que no conoce límites, más fuerte que la muerte. Dios −Jesucristo, siempre vivo− está a nuestro lado siempre. Lo prometió él explícitamente: “Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20).
En esta situación peculiar, difícil −con tonos dramáticos−que estamos viviendo con la expansión de la pandemia del Covid-19, las verdades de nuestra fe −como esta de la continua presencia amorosa de Dios a nuestro lado−nos llenan de consuelo y esperanza.
No estamos nunca solos. Jesucristo vivo está a nuestro lado y nos acompaña siempre. Es una presencia real, no imaginaria. Una presencia poderosa, íntima, cercana. La presencia de Jesucristo que, unido al Padre en el Espíritu, se hace más íntimo a nosotros que nuestra propia intimidad: intimior intimo meo, decía san Agustín con la pasión de la propia experiencia.
Estos días son una ocasión preciosa para mirar adentro, orar, descubrir −o revitalizar− esa presencia de Dios en nuestras vidas. Junto al Hijo, el Padre y el Espíritu Santo, Tres Personas cercanísimas, que me llaman por dentro y por fuera; que me buscan, que abren en nuestra intimidad −cuando sabemos escuchar y aceptar libremente el don− un diálogo apasionante, lleno de luz y de consuelo. Un diálogo que resuena, a veces de modo inefable, en lo más hondo de nuestro espíritu.
Estamos creados para esa compañía. Dios es la mejor de las compañías: la que nos llena de verdad, la que da un sentido nuevo, por el amor, a todas las situaciones, también a esas del dolor y de la muerte que se presentan con su aparente sinsentido desgarrador.
“Si conocieras el don de Dios” (Jn 4,10), decía Jesús a la samaritana, invitándola así a no dejar de buscar. Si estos días de encerramiento forzoso descubriéramos un poco más el don de Dios... La invitación resuena siempre en nuestras vidas, llamándonos −más aún cuando la dificultad arrecia− a buscar sin desfallecer. Cómo nos negará Dios su don si nos sentimos necesitados y lo pedimos y lo buscamos…
Dios nos acompaña también a través de la cercanía de los demás. Una cercanía que va más allá de la presencia física, para adentrarse en los misterios de nuestra unión con Dios. El amor nos une. Qué bien se entiende esto cuando no podemos estar físicamente junto a las personas que amamos. El amor supera los límites de espacio y tiempo para unir a las personas lejanas que se aman de verdad en el Amor que todo lo une, que tiene un rostro de Persona del que todos los demás rostros participan. Es una de las verdades de nuestra fe que rezamos tantas veces en el credo: “creo en la comunión de los santos”.
La comunión de los santos es una realidad maravillosa −en cierto modo es la misma Iglesia− por la que todos los creyentes forman un solo cuerpo con Cristo, que es la cabeza. La vida de Cristo en el Espíritu Santo se hace extensiva a todos los que estamos unidos a Él y unidos entre nosotros como miembros de su mismo cuerpo, explica el Catecismo de la Iglesia Católica (cfr. n. 947).
Así también leemos que la expresión “comunión de los santos” tiene dos significados estrechamente relacionados: “comunión en las cosas santas” y “comunión entre las personas santas” (n. 948).
Los bienes espirituales son un “fondo común” que hay en la Iglesia, unos dones universales e ilimitados porque vienen de Dios en Cristo. Cristo es la fuente inagotable de la que proceden esos bienes: la fe común, la gracia de los sacramentos y los dones, carismas y bienes materiales que se distribuyen entre los miembros del mismo cuerpo de Cristo (cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 949-952).
El fruto de los sacramentos pertenece a todos. La vida y la gracia que recibe cualquier miembro del cuerpo repercute en el cuerpo entero. Lo bueno que le ocurre a uno es algo bueno que le ocurre a todos los demás.
Cuánto nos puede ayudar esta verdad de nuestra fe a sentirnos muy unidos a todos, especialmente en situaciones difíciles. Lo que yo rezo es un bien para todos mis hermanos en la fe, para todos aquellos a los que amo, aunque estén lejos físicamente, incluso aunque no los conozca. Todo lo que une a Cristo, todo lo que viene de él, es compartido por todos, nos ayuda a todos. Los sacramentos, que en estos momentos en muchos sitios están limitados, están actuando para todos. Aunque solo se celebrara una eucaristía en el planeta, vivimos todos de ella, porque en ella se hace actual la fuente infinita de la redención: la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo.
Mi amor a Dios con una oración serena y confiada, mis devociones a santa María, a san José, a los santos; mi trabajo, mis deberes cotidianos hechos con amor, mis contrariedades llevadas con paciencia… todo es un bien para toda la Iglesia: para mis familiares, mis amigos, mis seres queridos…; también para aquellos que pasan más necesidad, quizá desconocidos, pero nunca ignorados; para los difuntos; ¡para todos! Los enfermos, moribundos, afectados por la situación, están recibiendo la vida de Dios también a través de mi unión con Dios: mi oración, mi penitencia, mi trabajo, mi servicio en casa, mis detalles cotidianos de amor, etc.
El amor que me lleva a procurar un servicio, un consuelo, una atención material es el mismo amor que, con sentido sobrenatural, me lleva a rezar y ofrecer pequeños sacrificios por personas, quizá lejanas físicamente, pero cercanísimas en el corazón de Cristo. Se trata de una ayuda real, y de un amor y de un cariño efectivo.
“Ninguno de nosotros vive para sí mismo; como tampoco muere nadie para sí mismo” (Rm 14, 7). “Si sufre un miembro, todos los demás sufren con él” (1 Co 12, 26-27). Dice el Catecismo: “El menor de nuestros actos hecho con caridad repercute en beneficio de todos, en esta solidaridad entre todos los hombres, vivos o muertos, que se funda en la comunión de los santos” (n. 953).
Todos estamos juntos por la participación en la misma vida de Cristo. Todos nos ayudamos, todos nos acompañamos. Todos juntos: con los santos del cielo a los que acudimos como intercesores; con los difuntos que ya nos dejaron y que aún se purifican (por los que rezamos). Todos juntos, unidos a Cristo, los que peregrinamos aquí en la tierra, a veces en medio de dificultades y sufrimientos. ¡Todos juntos!
Con esta realidad de fondo de nuestra fe, qué acompañados nos sentimos, con qué fuerza hemos de actuar, con qué seguridad y confianza. Siempre ha sido una tradición en la Iglesia acudir a la intercesión de los santos a los que tenemos devoción. Y con la fuerza de su compañía y de nuestra unión con Dios, estar pendientes unos de otros, ayudándonos por esta comunión de los santos.
San Josemaría, en unas circunstancias durísimas de guerra y persecución, tuvo que vivir un aislamiento forzoso −verdadero hacinamiento−con algunos de sus hijos espirituales. Fue entre los meses de abril y agosto de 1937, en una minúscula estancia de la Legación de Honduras en Madrid, durante la Guerra civil en España. Se conservan algunos textos tomados de su predicación durante aquellos días.
Lleno de preocupación y dolor por tantas personas queridas, físicamente lejanas y desperdigadas por la geografía, sin poder tener contacto alguno con ellas; y al mismo tiempo lleno de serenidad y sentido sobrenatural y confianza en Dios, decía: “Por la comunión de los santos, nunca podemos sentirnos solos, pues constantemente nos llegan alientos espirituales… La consideración de esta realidad nos impulsa a un detenido examen de nuestra conducta en este lugar, que es como una prisión para nosotros. Porque aquí, en esta aparente inactividad, contamos con la posibilidad de trabajar mucho por dentro y acompañar a cada uno de vuestros hermanos en peligro, y velar por ellos” (Notas de la meditación del 8-IV-1937).
Trabajar por dentro, rezar, acompañar y velar por las personas a las que queremos, lejanas quizá, pero muy cerca de nuestro corazón cristiano. Y por todos. Es un programa de vida espiritual espléndido para estos días duros de confinamiento y cuarentena. No tenemos más remedio que recortar nuestra actividad, pero… ¡no recortamos nuestro amor! No cesamos de enviar, a través de esta comunión de vida y de amor en la Iglesia, nuestra ayuda a todos, a toda la humanidad. Manifestamos nuestra cercanía a través de los medios a nuestro alcance. No recortamos, al revés, ampliamos nuestra oración diaria por todos, verdadera ayuda espiritual para los demás. Y nos sentimos acompañados y queridos más que nunca.
Si los santos nos acompañan y nos ayudan desde el cielo −decía san Josemaría en aquella misma ocasión−, con cuánta más razón se ocupará de nosotros nuestra Madre Inmaculada. ¡Qué confianza nos da su intercesión! Y acudimos también a san José, al que Dios puso al frente de su familia en la tierra, para que nos cuide y nos enseñe a cuidar a todos con generosidad, viviendo esta compañía y unión de todos en el amor de Dios.
José Manuel Fidalgo Alaiz
Fuente: opusdei.org
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