La tentación de la idolatría es un peligro perenne de la humanidad… ídolos de poder, de placer sensual, de riqueza material, de autosuficiencia. Cuando el hombre los adora, se adora a sí mismo, admirando su propia hechura
El punto de partida y también el punto de llegada para la fe cristiana es Dios. La profesión de fe comienza por Dios, “el primero y el último” (Isaías 44, 6), el Principio y el Fin de todo. Y le llamamos con confianza Padre, refiriéndonos así directamente a la Primera Persona Divina de la Santísima Trinidad (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 198).
Cuando el creyente afirma: «Creo en Dios», comienza por el principio, por la verdad más fundamental. Todo el símbolo de la fe habla de Dios; y cuando habla del hombre o del mundo lo hace por referencia a El. “Todos los artículos del Credo dependen del primero, así como los mandamientos son explicitaciones del primero” (Catecismo..., n. 199).
El Símbolo de Nicea-Constantinopla comienza por decir: «Creemos en un solo Dios», profesando así que Dios existe y que es único. No podría ser de otra manera: si hubiera varios tendrían que diferenciarse en algo. La diferencia no puede ser una perfección, ya que Dios es enteramente perfecto; y tampoco una imperfección, pues el que la tuviera no sería Dios. La unicidad divina fue expresamente revelada en la Antigua Alianza, y constituye su verdad fundamental, en abierto contraste con todos los pueblos coetáneos y vecinos de Israel. El politeísmo queda rechazado de plano, y con él otros errores y desviaciones que, con el transcurso del tiempo y los pecados de la humanidad, se fueron acumulando hasta formar una unidad con la cultura de los diversos pueblos. “Escucha Israel: el Señor nuestro Dios es el único Señor. Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza” (Deuteronomio 6, 4-5).
La tentación de la idolatría es un peligro perenne de la humanidad, desde aquella primera mentira con que Satanás engañó a nuestros primeros padres, prometiéndoles que serían como dioses. Tentación de buscar y adorar ídolos, producto de las manos y de la inteligencia del hombre. Tentación no sólo para pueblos y culturas primitivos, sino también para el hombre de comienzos del tercer milenio, orgulloso de sus conquistas científico-técnicas. Ídolos de poder, de placer sensual, de riqueza material, de autosuficiencia. Cuando el hombre los adora, se adora a sí mismo, admirando su propia hechura.
La enseñanza de los profetas es un llamado a la conversión, para que los hombres todos se dirijan al único Dios: “Volveos a mí y seréis salvados, confines todos de la tierra, porque yo soy Dios, no existe ningún otro (...), ante mí se doblará toda rodilla y toda lengua jurará diciendo: ¡Sólo en Dios hay victoria y fuerza! (Isaías 45, 22-24; cf. Filipenses 2, 10-11).
La enseñanza monoteísta del Antiguo Testamento viene enriquecida por la Revelación trinitaria del Nuevo: hay un único Dios en tres Personas. Además del Padre, Jesucristo es también “Señor” (cf. Marcos 12, 35-37) y el Espíritu Santo es “Señor y dador de vida”. Así se afirma en la Profesión de Fe del Concilio IV de Letrán: “Creemos firmemente y afirmamos sin ambages que hay un solo verdadero Dios, inmenso e inmutable, incomprensible, todopoderoso e inefable, Padre, Hijo y Espíritu Santo: Tres Personas, pero una Esencia, una Substancia o Naturaleza absolutamente simple”.