La fundadora de Iesu Communio habla de esperanza, fragilidad y también de los ídolos del mundo
Durante las últimas semanas en las que el coronavirus ha provocado tanta muerte y sufrimiento por el mundo, las religiosas de Iesu Communio cuentan que han recibido cientos de llamadas de personas angustiadas que pedían oración por seres queridos enfermos o fallecidos, pero también preguntas de personas que no entendían por qué Dios permitía tanto dolor. A su vez ellas mismas han sufrido en sus propias familias el efecto devastador del virus
Uno de los carismas de este instituto religioso de reciente creación y tan pujante en cuanto a vocaciones es la evangelización desde sus propios monasterios recibiendo a numerosos grupos, entre ellos muchos jóvenes, a los que cuentan sus propias experiencias y muestran la felicidad de vivir por y para Cristo. Con el confinamiento se han visto obligadas a dejar de ofrecer físicamente este ministerio, pero no a través de las enormes posibilidades que abre internet.
Para ello, sor Verónica Berzosa, fundadora de Iesu Communio, ha ofrecido una reflexión en nombre de la comunidad que sirve también como una catequesis para interpretar y asimilar todo lo que está ocurriendo este último tiempo en la vida de millones de personas.
“Desde el inicio de la pandemia una lluvia de llamadas cayó sobre nuestra casa. Creyentes y no creyentes expresaban todo tipo de dudas, dolor, lágrimas, impotencia, rabia, esperanza, petición de oraciones… Todas traspasaban nuestro corazón y, como Iglesia orante, eran presentadas ante nuestro Señor”, explican las religiosas. Y así surgió la reflexión de sor Verónica “sobre el verdadero fundamento de la esperanza humana y la fragilidad de los ídolos en los que, no pocas veces, el hombre busca su salvaguarda”.
De este modo, la fundadora de Iesu Communio cuenta que “el dolor alcanza al hombre en el centro de su persona. Cuando nos enfrentamos a la muerte y a la separación de un ser querido, cuando hacemos la experiencia del dolor punzante frente a lo que nos sentimos impotentes, tenemos necesidad de gritar a alguien que ayude a nuestro corazón turbado y desesperanzado, porque somos incapaces de dar paz a nuestro corazón. Nos creíamos dueños de la vida, pero estos días más que nunca ponen en crisis nuestras actitudes autosuficientes. No tenemos en nuestras manos nuestra existencia ni la de los demás”.
Entre las cientos de llamadas, tanto de personas creyentes como no creyentes, las había de distintos tipos. Y sor Verónica las separa.
Muchas de ellas manifestaban una profunda fe y dolor ante el sufrimiento propio o el de algún ser querido enfermo o agonizante. Por ello, explica que “cuando el creyente pregunta: ‘¿Por qué, Señor…?’, tras este interrogante se esconde la búsqueda de sentido. La respuesta solo puede proceder de Dios, que no nos consuela con profundos discursos sobre el mal, sino que dice: 'Yo estoy con vosotros, mío es vuestro sufrimiento'”.
En otras llamadas −añade− “percibíamos miradas de poco alcance” más centradas en uno mismo, pidiendo que a ellos no les tocase la enfermedad o que no perjudique sus proyectos. Sobre estos casos, sor Verónica afirma que “cuando el hombre se repliega, se hace un ovillo y le resulta imposible levantar la mirada de sí. Ante la frustración que siente, protesta con agresividad, porque su dolor cae en el vacío, sin respuesta, y le invade el pensamiento de no tener salida. Cristo no es simplemente, en el horizonte del designio salvífico, como un mago para nuestros casos de avería, emergencia o accidente”.
Otras llamadas mostraban duras quejas contra Dios por permitir esta situación. En este punto, esta religiosa cree que en ocasiones “el hombre, en su prepotencia, dice en ocasiones no tener fe, pero en el dolor le pide a Dios explicaciones; se siente víctima, sin comprender que en medio del dolor Dios nos está amando, y el verdadero amor corrige, educa y guía. La vida es un don de Dios, no una prueba imposible a la que Dios nos somete. Tantas veces el hombre acusa a Dios en vez de ver su necesidad de conversión. Al abandonar a Dios, la criatura queda oscurecida”.
Pero las llamadas más repetidas se centraban en la deriva del mundo y sobre quién podría salvarnos del desastre final al que puede llevarnos una vida sin dirección. En este caso, la superiora de este Instituto religioso asegura comprender “el dolor de tanta gente y, sin duda, también sería el mío si no encontrara respuestas que puedan darnos sólida esperanza. Reconozco como don incomparable tener fe en Jesucristo resucitado. En esta hora, el apoyo inmutable es su Palabra para el camino y la gracia del Espíritu Santo, que nos precede para recorrerlo sin un miedo paralizante”.
Ante tanto interrogante, sor Verónica habla del “dolor de Cristo” pues “verdaderamente el dolor es el precio del amor; y Él nos amó hasta el extremo”. En su opinión, “el mayor sufrimiento y pobreza del hombre de hoy es no reconocer la ausencia de Dios como ausencia”.
“Para qué queremos la salud, por qué vivimos”, se pregunta sor Verónica si no es para contemplar a Cristo, para conocerlo y amarlo.
“Al menos esta ha sido mi experiencia. Hoy podría decir que mi mayor sufrimiento fueron los años de ausencia de Cristo, el no afrontar la vida y la muerte de frente. Mi desorientación estaba en no buscar el centro que anima la vida hasta la meta, no abrazar el corazón que da sentido a cada uno de los pasos y paradas que se precisen y sobrevengan. Pero no podía acallar mi sed más honda. Así, en los momentos en que todo parecía sonreírme, una voz en mi interior me inquietaba: ‘¿Y en verdad esto te basta? ¿Y si hoy te quedaran tres días de vida?, ¿podrías afirmar: ‘Mi vida es una vida cumplida’?’. Entendí que la gravedad de la vida no es cometer más o menos errores, sino errar una vida entera. Solo cuando me dejé alcanzar por Cristo resucitado y empecé a latir en su corazón, comencé a gustar la vida, el gozo de vivir. Y la verdad es que me apasiona vivir; la vida me parece un don único, sagrado. Con san Ireneo, esta es la verdad que puedo afirmar: ‘La vida del hombre es ver a Dios’”, confiesa esta religiosa.
Pero ahora que el coronavirus lo llena todo y ha transformado la forma de vivir y de morir se puede reflexionar: “Pero… ¿íbamos viento en popa?”. Sor Verónica cree que no, pues antes de que “este enemigo” muchos ya reconocían que se vivían “tiempos grises”.
“Una vez más −señala Sor Verónica−, la tormenta pasará, muchos sobreviviremos con la herida de un gran golpe. Pero ¿realmente solo esperamos a que pase esta pandemia y seguir viviendo como estábamos? ¿Acaso no estábamos envueltos, como muchos afirman, en una cultura de muerte? Una mirada breve a nuestro mundo roto: sufrimiento en las familias, ¿nuestros niños tienen un entorno para crecer sanos?, ¿vemos orientados y felices los rostros de los jóvenes?, tantas veces sacamos a nuestros mayores de nuestra vida y los confinamos a una profunda soledad, tratamos de ocultar de la vista lo que evidencia nuestros límites: la enfermedad, la muerte…”.
Y por ello llega a esta conclusión: “Sinceramente creo que el enemigo letal no es el microorganismo, sino la falta de sentido de toda nuestra vida”.
En su intervención, sor Verónica recuerda la historia del Titanic y se pregunta si en esta situación se volverá a repetir este suceso, en el que el hombre se erigía en Dios y creía que nadie podría hundir su construcción.
De este modo, cree que “el hombre, al olvidar a Dios, acaba magnificándose a sí mismo y vive en la mentira de creer y hacer creer a todos que somos capaces de hacerlo todo sin Él. El río que se separa de su fuente podrá continuar viviendo algún tiempo, pero terminará secándose. Un árbol privado de sus raíces sufrirá el mismo destino”.
Sor Verónica Berzosa afirma convencida que “el microorganismo que ha tirado por tierra todas nuestras potentes armas y seguridades podría ser tan sólo la punta de un iceberg. Y una vez más destruimos la punta y creemos que nos hemos liberado del iceberg entero. Pero no es así. La punta del iceberg esconde un universo oculto; solo es visible una octava parte de su tamaño. En lo profundo de nuestro océano hay entrañados problemas vivos y palpitantes, y el mayor peligro es cerrar los ojos y no querer mirar. Lo que se congela no queda resuelto”.
Sin embargo, reconoce que “gastamos nuestro tiempo y energías en vano cuando nos movemos solo en la superficie y maquillamos solo lo visible, la apariencia. ‘Tranquilos, todo está bien’, nos decimos”.
Pero la realidad es que “la punta del iceberg nos golpea y despierta; nos invita a adentrarnos en lo más hondo de nosotros mismos para no volver a construir nuestra casa sobre arena, sino sobre la roca firme. Todas nuestras costosas seguridades y apoyos han sido puestos a prueba y hemos comprobado que nuestros cimientos no son estables. Nos creíamos muy seguros y, de golpe, todo amenaza con derrumbarse”.
A pesar de todo, exhorta sor Verónica, “hay esperanza… ningún hombre es un iceberg a la deriva en el océano de la historia. Debajo del hielo hay vida, pero se necesita el fuego, el calor del Espíritu para que el hielo se rompa y se haga visible la vida. Sabemos bien que ser salvado no es escapar del peligro inminente, es ser liberado del mal más oculto”.
“Hoy puede ser el momento de ver nuestra verdad; la Vida, la esperanza sale a nuestro encuentro. Nuestra esperanza es una persona: Cristo resucitado. Su Espíritu de fuego quiere traspasarnos. Un témpano, por más grande y compacto que sea, puede derretirse con una fuente de calor potente”, sentencia.
La tragedia ha golpeado a las hermanas: “El sufrimiento ha llamado también a la puerta de nuestra casa. He visto lágrimas de dolor y esperanza en el rostro de mis hermanas; algunas hermanas que han perdido padre o madre, incluso algún hermano joven, y algunos aún se debaten en la UVI entre la vida y la muerte. Cuando yo trataba de consolarlas, recibía de ellas consuelo”.
Asegura que le “roba el corazón ver cristianos que aman de verdad, que viven con sobrecogedora dignidad la prosperidad y la adversidad, la salud y la enfermedad, en definitiva, todos los avatares y los momentos de la existencia, incluso la temida vejez y la muerte, abiertos al don del Espíritu de Cristo resucitado que les permite vivir la cruz no desde la rebeldía y la desesperanza sino desde la fecundidad de la obediencia, confiados en la misericordia de su Señor, que les ha prometido vivir eternamente con Él”.
Para acabar, Sor Verónica recuerda que es “gran sabiduría aprender a mirar la vida desde la meta. Lo que no tiene valor al final de la vida no lo tiene ahora. Ojalá haya un después en nuestras vidas, un vivir con la conciencia de que cada momento de nuestra vida sea el primer momento, el único momento y el último momento”.
Y termina citando a Santa Isabel de la Trinidad: “La vida es cosa seria y cada minuto se nos da para enraizarnos más en Dios, para asemejarnos a nuestro Maestro con más evidencia, con una unión más íntima. Y para realizar este plan que es el plan de Dios he aquí el secreto: olvidarse de una misma, despojarse, no tener cuenta de sí, mirar al Maestro, no mirar sino a Él y recibir igualmente como venidos directamente de su amor la alegría o el dolor; esto coloca al alma en las más serenas cumbres…”.
Por su gran interés puede leer aquí la reflexión íntegra de Sor Verónica Berzosa.
Javier Lozano, en religionenlibertad.com.
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