Llegó el Covid-19 y, con él, llegó el miedo, el confinamiento del cuerpo y el aislamiento de una parte de lo que nos hace humanos: la relación con los demás
No me he puesto enferma, no he tenido ni tengo fiebre, cansancio, tos seca, dolor de garganta, diarrea.... Tampoco he enfermado de las cosas de toda la vida, gracias a Dios. Pero me duele el corazón. Me duele el dolor de mis amigos que han perdido a sus padres, hermanos, abuelos, amigos. Me duele más que antes, cuando habrían tenido la oportunidad de acompañar a sus enfermos durante el final de su vida.
Todo esto, lo de morir solos, nos pilló en pleno discurso sobre la humanización de la medicina, en la lucha por unos cuidados paliativos accesibles para todos, en el pleno sinsentido del debate sobre la eutanasia.
Llegó el Covid-19. Y con él, llegó el miedo, el confinamiento del cuerpo y el aislamiento de una parte de lo que nos hace humanos, la relación con los demás. Y se apagó la luz cuando cerraron las puertas de las iglesias. Y me quedé con una vela en casa y con el reflejo de la misa en la tele.
Y vi cómo médicos y enfermeras se colgaban del cuello una foto para que los enfermos pudieran conocer quién había debajo de los monos blancos, las mascarillas, gafas y pantallas. Médicos y enfermeras que se resistían a la muerte a solas y abrían la puerta al hijo, al hermano. Otros no. Otros la cerraban aún más fuerte, cumplían las normas y ya. La medicina se hacía aún más humana en unos lugares y aún más inhumana en otros. Y la gente me lo contaba, con esa resignación que nos invade cuando nos cortan las alas a todos a la vez, sea el motivo racional o no. Con esa especie de anestesia que nos tiene anestesiados. España está llorando y no hay quien recoja sus lágrimas.
Y fue pasando el tiempo hasta que perdimos sus coordenadas. Y se nos fue reduciendo el espacio porque empezaron a cansarnos las salidas virtuales con Zoom, Skype, FaceTime y demás, y caímos en la cuenta de que el espacio está limitado a las paredes de nuestras casas desde hace más de un mes.
Y poco a poco caí en el Silencio que llega cuando se agota la paciencia ante tanta palabrería, cuando el silencio de la muerte lo llena todo. Fui dándome cuenta de que me duele el corazón, de que me duele el alma. Y que ni las misas televisadas, ni los rezos en el rincón de mi cuarto, pueden curar ese dolor profundo que une la pena de mis amigos a la pena de tanta gente que no conozco pero a la que me siento muy cercana.
No sé si te pasa a ti también, pero necesito volver a misa. Volver a la iglesia, a la de al lado de casa o a la de siempre y pedir al médico que me cure. Necesito llenarme de la gracia de Dios en vivo y en directo. Necesitamos iglesias abiertas, sacerdotes que nos curen celebrando misas a las que podamos asistir, confesarme y comulgar como antes. La Medicina del alma es una necesidad básica para el hombre. Mucho más necesaria que poder comprar un periódico, tabaco o gasolina. Me da miedo enfermar de indiferencia, de rutina, de dureza de corazón. Me duele el alma y necesito volver a misa. ¿Te pasa a ti también?