La esperanza es el ancla del alma. La situación que se atraviesa ahora en muchos países y en muchas familias puede llevar al desaliento. Pero, como ha dicho el Papa, es también una oportunidad para "una esperanza nueva, viva, que viene de Dios"
La mañana del domingo de resurrección, cuando el sol apenas empezaba a despuntar, debió reinar un gran silencio. Sería un silencio distinto, expectante, como ocurre cuando se presagia algo grande: el tiempo parece detenerse, y todos callan y contienen el aliento, para romper después en una exclamación de sorpresa.
En las últimas semanas, las calles de numerosas ciudades se han sumido también en un silencio muy particular. No se oye el ronroneo continuo de los motores o el pitido de los cláxones, han cesado el ruido y las voces de los transeúntes. Es un silencio triste, envuelto de luto y dolor. Pero incluso en este ambiente sobrecogedor hay un lugar para la esperanza ya que, como nos hacía considerar el Papa Francisco el pasado 3 de abril, “en el silencio de nuestras ciudades, resonará el Evangelio de Pascua”[1].
El Triduo Pascual, que este año hemos celebrado de una forma inusitada, no concluye el Viernes Santo, con la piedra rodada y la entrada del sepulcro sellada. Si fuese así tendríamos motivos de sobra para desalentarnos. Pero Evangelio quiere decir “buena noticia” y ésta es sin duda la que las santas mujeres transmitieron a los apóstoles al tercer día de la muerte de Cristo: la losa movida, el anuncio de los ángeles y la tumba vacía[2].
“Cristo vive. Esta es la gran verdad que llena de contenido nuestra fe. Jesús, que murió en la Cruz, ha resucitado, ha triunfado de la muerte, del poder de las tinieblas, del dolor y de la angustia”[3], predicaba san Josemaría en una homilía pronunciada el Domingo de Resurrección de 1967. Y proseguía: “Jesús es el Emmanuel: Dios con nosotros. Su Resurrección nos revela que Dios no abandona a los suyos”[4].
“Surréxit Christus, spes mea!”[5], se reza cada año en la liturgia romana durante la Octava de Pascua. Como nos recordaba el sucesor de Pedro, “en Jesús resucitado, la vida ha vencido a la muerte. Esta fe pascual alimenta nuestra esperanza”[6]. Y añadía, con el pensamiento puesto en la difícil prueba que nos ha tocado vivir: “es la esperanza de un tiempo mejor, en el que también nosotros podamos ser mejores, finalmente liberados del mal y de esta pandemia. Es una esperanza: la esperanza no defrauda; no es una ilusión, es una esperanza”.
La palabra esperanza tiene su raíz en el verbo latino “sperare”, esperar. Cuando se espera algo o a alguien, es porque se tiene la esperanza de que ese deseo se verá colmado. Pero aguardar exige paciencia. Y es quizá esta una de las virtudes que más salen a relucir en estos días de confinamiento en casa.
Acabamos de revivir la Semana Santa. Hay un conocido pintor barroco español, Bartolomé Esteban Murillo, que posee numerosas representaciones de Cristo y de su Santísima Madre. Entre otras obras, pintó varios “Ecce Homo” que muestran a Jesús con el torso desnudo, cubierto sólo por un manto de púrpura y coronado de espinas. En algunos de ellos aparece maniatado y sujetando con la mano derecha el cetro que los soldados romanos le han ofrecido entre burlas, y dirige la mirada hacia el suelo. Es una mirada de una compasión y una ternura infinitas. Así, en silencio, soporta todos los ultrajes y afrentas. Contemplando esta representación del Señor, no resulta extraño que muchos, en vez de llamarlo “Ecce Homo”, se refieran a él como “el Cristo de la paciencia”.
Algunos de nosotros llevamos un mes sin salir prácticamente de nuestras casas. Y es lógico que en ocasiones notemos que se nos hacen cuesta arriba situaciones, comentarios o detalles de la convivencia a los que en una situación normal no les daríamos mayor importancia. Por no hablar de la paciencia con uno mismo, que en ocasiones es especialmente costosa. Quizá lo que más nos hace temer es un futuro incierto. En Surco, san Josemaría nos da una buena receta para sobrellevar la posible y natural intranquilidad: “Un remedio contra esas inquietudes tuyas: tener paciencia, rectitud de intención, y mirar las cosas con perspectiva sobrenatural”[7].
El Fundador del Opus Dei, que era por carácter dinámico y fogoso, a lo largo de su vida tuvo que aprender a esperar. Especialmente, a partir de su llegada a Roma y debido a todas las gestiones que emprendió para lograr el reconocimiento jurídico más adecuado para la Obra. En una carta escrita a sus hijos, fechada en Italia en abril de 1947, les hablaba de un cambio de planes, ocurrido a su pesar: “Se ha hecho necesario que continúe yo aquí un poco de tiempo más, cosa que me mortifica bastante, aunque estoy muy contento en Roma”[8]. Y finalizaba con su característico sentido del humor: “Paciencia. Otra cosa más que paladear”. Paladear significa gustar con detenimiento, y es esta una de las lecciones de la paciencia: gracias a ella aprendemos a apreciar, aun en las situaciones que nos contrarían, el lado amable que encierran.
Ahora que los periódicos e informativos transmiten noticias alarmantes y a veces poco consoladoras, nos preguntamos por el sentido que tiene la tragedia que presenciamos en nosotros, en nuestros seres queridos o en nuestro alrededor, y a duras penas encontramos respuestas. Considerando la pandemia del COVID-19 y sus nefastas consecuencias, podría sobrevenirnos el desaliento. Pero entonces estaríamos perdiendo de vista la enseñanza que esta situación contiene. Hemos de aprender a ver también las oportunidades, cómo el bien se abre paso incluso en medio de la calamidad.
La muerte de Jesús −el mayor mal jamás cometido− ha dado como fruto nuestra justificación y reconciliación con Dios, y la esperanza de una vida eterna. La cruz de Cristo ha cambiado el sentido del dolor y del sufrimiento humano. Las historias de solidaridad y heroísmo que hemos presenciado estos días así nos lo demuestran. “Lo que cura al hombre no es esquivar el sufrimiento y huir ante el dolor, sino la capacidad de aceptar la tribulación, madurar en ella y encontrar en ella un sentido mediante la unión con Cristo, que ha sufrido con amor infinito”, escribía Benedicto XVI[9]. Afrontar estas situaciones con un sí en los labios es “camino de purificación y maduración, un camino de esperanza”[10].
La esperanza es el ancla del alma[11]. A ella corresponde al anhelo de felicidad puesto por Dios en el corazón del hombre. Esta virtud nos lleva a poner nuestra confianza en las promesas de Cristo y no en nuestras solas fuerzas, protege del desaliento, sostiene en todo desfallecimiento y dilata el corazón en la espera de la bienaventuranza eterna. Su impulso preserva del egoísmo y conduce a la dicha de la caridad[12]. De las tres virtudes teologales es la que se muestra más particularmente necesaria en nuestros días. La esperanza nos hace capaces de logros increíbles, pues con ella podemos sobrellevar las mayores pruebas e incluso de sorprender a Dios.
Así lo ha plasmado Charles Péguy, un poeta francés de inicios del siglo XX, en un hermoso poemario dedicado precisamente a esta virtud. El autor realiza un elogio de la esperanza, y pone en los labios del Creador los siguientes versos: “la esperanza, dice Dios, sí que me sorprende. A mí mismo. Sí que es sorprendente. Que esos pobres niños vean cómo pasa todo eso y crean que mañana irá mejor. Que vean cómo pasa eso hoy y crean que irá mejor mañana en la mañana. Sí que es sorprendente y seguro la más grande maravilla de nuestra gracia. Y yo mismo me quedo sorprendido”[13].
Durante la homilía que predicó en la Vigilia Pascual, el Papa nos hacía considerar cómo “este año percibimos más que nunca el sábado santo, el día del gran silencio”. Igual que a las santas mujeres, la tragedia inesperada nos ha dejado “la memoria herida, la esperanza sofocada. Para ellas, como para nosotros, era la hora más oscura”[14]. Sin embargo, sabemos que el silencio del sepulcro no puede tener la última palabra.
“En esta noche”, prosigue el Romano Pontífice, “conquistamos un derecho fundamental, que no nos será arrebatado: el derecho a la esperanza; es una esperanza nueva, viva, que viene de Dios. No es un mero optimismo, no es una palmadita en la espalda o unas palabras de ánimo de circunstancia, con una sonrisa pasajera. No. Es un don del Cielo, que no podíamos alcanzar por nosotros mismos: Todo irá bien, decimos constantemente estas semanas, aferrándonos a la belleza de nuestra humanidad y haciendo salir del corazón palabras de ánimo. Pero, con el pasar de los días y el crecer de los temores, hasta la esperanza más intrépida puede evaporarse. La esperanza de Jesús es distinta, infunde en el corazón la certeza de que Dios conduce todo hacia el bien, porque incluso hace salir de la tumba la vida”[15].
* * *
Creer “contra toda esperanza”[16]. Esa es la gran lección que nos deja la resurrección de Cristo. Pero la esperanza nunca es solitaria, sino compartida[17]. Es lo que vemos en los Evangelios. Tras la muerte de Jesús, los discípulos y las santas mujeres están desconsolados, y buscan refugio en el cenáculo de Jerusalén, reunidos alrededor de Santa María, que reza y anhela volver a ver a su divino Hijo, esta vez resplandeciente de gloria. A su intercesión nos acogemos al inicio de este tiempo de Pascua: “Madre nuestra, ¡nuestra Esperanza!, ¡qué seguros estamos, pegaditos a Ti, aunque todo se bambolee!”[18].
María Candela
Fuente: opusdei.org.
[1] Videomensaje del Papa Francisco, 3 de abril de 2020
[2] Cfr. Mc 16, 1-11.
[3] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 102.
[4] Ibidem.
[5] Himno “Victimae paschali laudes”.
[6] Videomensaje del Papa Francisco, 3 de abril de 2020.
[7] San Josemaría, Surco, n. 853.
[8] A. VÁZQUEZ DE PRADA, El Fundador del Opus Dei, tomo III, Rialp, Madrid 2003, p. 80.
[9] Benedicto XVI, Carta Encíclica Spe Salvi, n. 37.
[10] Ibid., n. 38.
[11] Cfr. Hb 6, 19.
[12] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 1817-1818.
[13] Charles Péguy, “Pórtico del misterio de la segunda virtud”, Ed. Encuentro, Madrid, 1991.
[14] Papa Francisco, Homilía en la Vigilia Pascual, 11 de abril de 2020.
[15] Ibidem.
[16] Rm 4, 18.
[17] Cfr. Benedicto XVI, Carta Encíclica Spe Salvi, nn. 13-15.
[18] San Josemaría, Forja, n. 474.
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