Ante situaciones como la presente, rehuir como pueblo cualquier invocación a Dios constituye una forma de impiedad
Son muchas las actitudes posibles del Estado hacia lo religioso, que avanzan desde la hostilidad hasta la imposición, pasando por formas de religiosidad e irreligiosidad pública más o menos tolerantes. Ninguna de estas actitudes, sin embargo, resulta cualificada como hostil, impositiva o tolerante, ni como justa o injusta, por el mero hecho de llevarse a cabo a través de una «abstención neutral» hacia lo religioso. Trataré de explicarme con más detalle.
Una omisión de actuar no puede recibir un significado ético unívoco con independencia del contexto en que acontece. Dejar morir en paz a un anciano a quien ha llegado su hora, sin caer en el encarnizamiento terapéutico, constituye un acto de respeto. En contraste, dejar morir a un niño que llora dando señales de hambre es tanto como matarlo. Considerada en abstracto, la conducta supone en ambos casos una omisión, una posición «neutral». Ahora bien, ninguna de estas dos conductas viene cualificada moralmente por la sola «neutralidad». Su cualificación como justa o injusta viene dada, respectivamente, por la asociación de la abstención neutral a una realidad que, en un caso, reclama tal abstención y, en el otro, exige la acción.
En el ámbito religioso, el establishment de nuestra sociedad ha promovido una consideración errónea de la neutralidad −identificada con la exclusión total de Dios del ámbito institucional− como la actitud política más equitativa, semper et ad semper, hacia lo religioso. Se trata, a mi juicio y al de muchos, de una trampa en la que, por desgracia, hemos caído hace mucho tiempo como sociedad. A tantos ciudadanos, hoy más que nunca, se nos hace patente cómo, en rigor, estamos ante una forma de irreligiosidad política impuesta que hace violencia a la religiosidad natural del hombre, fomenta la indiferencia hacia su destino y engríe a los pueblos.
Desde tiempos inmemoriales, la natural inclinación religiosa del ser humano ha llevado a las naciones a la plegaria pública y a la penitencia ante situaciones de calamidad. Imbuidos de la superstición moderna por antonomasia −el cientificismo, esto es, la fe religiosa en el progreso científico−, hay quienes se apresuran excesivamente a asociar tales reacciones, con carácter general, a la superstición. Y no pretendo decir que jamás haya habido trazos de superstición patológica entre los antiguos, pero tampoco nos engañemos: abusus non tollit usus, el abuso de una práctica no invalida su legítimo sentido. Del mismo modo que hay realidades naturales que reclaman la compasión y el auxilio activo, la calamidad grita también al hombre y a los pueblos en su menesterosidad y les exige en lo más íntimo, individual y colectivamente, plegaria y conversión. Que sea el cristianismo la fe que haya dado una explicación más profunda y sublime a esta señal interior, a su sentido salvífico y a su valor redentor, no constituye precisamente un argumento para hacerle caso omiso. Más bien, supone un acicate para interrogarse si no será cierto, acaso, aquello que dijo un gran sabio de la Antigüedad, Tertuliano de Cartago: anima humana naturaliter christiana.
Estamos ante un fenómeno antropológico elemental que, en los últimos días, pretende silenciarse en vano con palabras que, en ciertos labios, suenan a presunción: «¡Este virus lo paramos nosotros!». Es cierto que, en muchos casos, este clamor no quiere ser más que una noble llamada a la solidaridad. En otros, sin embargo, constituye el grito de complicidad −esculpido para la posteridad por el Salmo II− de quienes se empecinan en prescindir de Dios. De hecho, todos advertimos que, por más que −gracias al esfuerzo heroico y humilde de tantos profesionales que merecen toda nuestra admiración– acabemos con esta trágica plaga que, con enorme dolor, pone la muerte ante nuestros ojos, ninguno escaparemos, en última instancia, a la realidad final que la plaga nos acerca. Irónicamente, los ejercicios penitenciales y las plegarias de nuestros antepasados mostraban un grado de ilustración y de cordura muy superior al oscurantismo supersticioso del cientificismo −el auténtico opio del pueblo− que trata de ignorar esta realidad patente. Ante situaciones como la presente, rehuir como pueblo cualquier invocación a Dios constituye una forma de impiedad y dificulta acoger la señal.
Da la impresión de que, desde hace décadas, el establishment de nuestra sociedad europea ha favorecido una especie de conjura, sibilina y cínica, contra la fe cristiana de nuestros pueblos. En España, últimamente hemos visto a presidentes que corrigen a Jesucristo −«la libertad os hará verdaderos», frente a «la verdad os hará libres»− o que retiran el crucifijo de la toma de posesión del Gobierno. Acción y omisión, expresión pública y «neutralidad » simbólica, ambas conductas tenían un significado bien concreto. En situaciones como la presente −lo digo de corazón, sin acritud alguna− una abstención religiosa total estaría, más que nunca, cargada de impiedad. Haga Dios que cale el mensaje del Papa Francisco en la plaza de San Pedro.
Fernando Simón Yarza es profesor de Derecho Constitucional. Universidad de Navarra.