Nos habíamos acostumbrado a desperdiciar, a presumir incluso de hacerlo o, por lo menos, a quitarle importancia
Vagón-Bar
Hasta hace unos años parecía más probable, con ser muy difícil, que caducara la paciencia de mamá antes que un yogur en la nevera
Algo bueno tenía que traer esta crisis: generamos menos basura. Por lo visto ya en el 2010 producíamos 55 kilos menos por persona que en el primer año de la crisis, y es previsible que a día de hoy hayamos mejorado esa marca. Lo publicaba La Voz el lunes pasado y lo corroboraban empleados de diversos servicios de recogida y tratamiento de residuos. Habían notado la ausencia casi total de restos de alimentos: echaban en falta, por ejemplo, los yogures caducados, antes tan frecuentes en los contenedores.
La buena noticia puede leerse en clave solo ecológica, que no sería poco, o económica, puesto que significa un ahorro. Pero la verdad es que me trajo a la memoria aquellos tiempos en que no se concebían siquiera los objetos desechables, todo se reparaba para prolongar su vida útil, las prendas y los libros pasaban de los hijos mayores a los pequeños, se desconocía la fiebre de las marcas y, por supuestísimo, había que comer todo lo que te pusieran en el plato, porque parecía más probable, con ser muy difícil, que caducara la paciencia de mamá antes que un yogur en la nevera.
En la opulencia, ya nadie aducía aquellos viejos argumentos: «¡Tú es que eres un señorito y tienes que comer lo que te pongan! ¡Con tantos niños en el mundo que mueren de hambre!» Nos habíamos acostumbrado a desperdiciar, a presumir incluso de hacerlo o, por lo menos, a quitarle importancia. Si bien se piensa, aquel razonamiento simplote contenía una carga moral explosiva: la sobriedad personal no solo evita el señoritismo, sino que es siempre solidaria y construye la sobriedad colectiva.