Otro virus que se ha hecho patente en las últimas semanas y que también es grave: la gerontofobia
Con la pandemia del coronavirus se ha faltado al respeto a los mayores. Aunque habrá otras responsabilidades políticas y penales más fáciles de medir, el peso que haya tenido en las actitudes y decisiones la sospecha (luego no tan fundada) de que la enfermedad se lleva por delante sólo a las personas de edad ha sido considerable; y allí se quedará, al fondo de las conciencias.
Hay que reconocer al Gobierno que no haya hecho esos comentarios de los países del norte de Europa, donde los han dado por amortizados con una falta de humanidad que todavía nos espanta aquí y que supongo que se consigue tras años de entrenamiento en la eutanasia. Este pasmo habría que contarlo entre las cosas positivas que nos está dejando este horror, junto a la solidaridad entre vecinos, el heroísmo de los sanitarios, la entrega de la policía y las Fuerzas Armadas, la recentralización de los servicios esenciales, la desaparición de los falsos problemas políticos y el estoicismo bienhumorado del confinamiento. En estas cosas nos tenemos que hacer fuertes para rechazar la gerontofobia latente.
Yo soy un viejo vocacional no sólo porque mi plan es vivir muchísimo. También porque desde muy chiquitito desdeñé el rollo generacional y sostenía, con voz de repelente niño Vicente, que me unían más cosas a mi abuelo que a muchos coetáneos. Mi abuelo, claro, me lo celebraba mucho. Además, como escritor, he puesto todas mis esperanzas en mis obras de senectud, cuando haya acopiado, si no sabiduría, al menos experiencia y oficio. Esto de ahora no es sino una divertida espera y preparación de la fecunda y jubilosa senectud. Mi modelo explícito ha sido siempre José Jiménez Lozano que escribió su primer libro de poemas con 62 años, sin correr, que es de cobardes. También me he repetido bastante el método de Azorín: cuando le preguntaban qué había hecho para vivir tantos años, contestaba que ser muy viejo desde muy joven.
Traigo estos ejemplos como muestra de amor y admiración a la tercera edad y como recordatorio de lo mucho que pueden aportar y que aportan, si se les deja y les atendemos. Lo había escrito por lo tranqui (como decían los jóvenes oficiales de mis tiempos) cuando hablábamos de las pensiones. Ahora lo repito con el corazón en carne viva. Lo importante es que los queremos mucho y les debemos todo, pero, además, pueden ofrecernos cosas imprescindibles y únicas. No podemos pasarnos sin ellos.