El Espíritu Santo asiste a la Iglesia para que el conocimiento de la fe y su vivencia real no dejen de crecer
Cuando un objeto de valor se nos confía en depósito, estamos en el deber de conservarlo diligentemente. Algo así sucede en las verdades reveladas por Dios a los hombres, que, en expresión de San Pablo a Timoteo constituyen el depósito de la fe, contenido en la Tradición Apostólica y en la Sagrada Escritura y confiado por los Apóstoles al pueblo cristiano, presidido por sus pastores (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 84).
Cuando la palabra de Dios oral o escrita es propuesta a los fieles cristianos, el Papa y los obispos unidos a él ejercitan una auténtica interpretación magisterial, en nombre de Jesucristo. Este Magisterio está plenamente al servicio de la palabra de Dios y del pueblo fiel. No quiso Dios que pudiéramos errar en asunto de tanta monta, y por ello asiste especialmente con su ayuda al Magisterio de los pastores. Cristo dijo a sus Apóstoles: “El que a vosotros escucha a mí me escucha” (Lucas 10, 16; cf. Conc. Vaticano II, Const. Lumen gentium, n. 20).
La actitud de los fieles cristianos ha de ser, por tanto, la de una atenta y dócil escucha a la voz del Magisterio. Cuando éste define un dogma, precisa que aquella verdad ha sido revelada por Dios y puede creerse en ella con entera seguridad. Los dogmas son luces que iluminan el camino de la vida cristiana, y reciben la adhesión de la inteligencia y del corazón de los creyentes (cf. Catecismo..., n. 85-90). Solamente aquí hay espacio para los dogmas: en las opiniones humanas hay un ancho campo para la libertad, y nadie debe proponer como si fuera un dogma su particular pensar: sería un irrespeto tiránico a la conciencia de los demás.
Es necesario aquí hacer una precisión: cuando hablamos de depósito no queremos aludir a una verdad estática, que viene ya dada y que corresponde a unos pocos: los pastores. “Todos los fieles tienen parte en la comprensión y en la transmisión de la verdad revelada. Han recibido la unción del Espíritu Santo que los instruye y los conduce a la verdad completa” (Catecismo..., n. 91). Y así: “La totalidad de los fieles (...) no puede equivocarse en la fe (...): cuando desde los obispos hasta el último de los laicos cristianos muestran estar totalmente de acuerdo en cuestiones de fe y de moral” (Conc. Vaticano II, Const. Lumen gentium, n. 12). Hay una adherencia permanente a las verdades de la fe, en cuyo conocimiento se debe profundizar, a la par que se aplica éste cada día más plenamente a la vida” (cf. Ibidem).
No hay, pues, un inmovilismo de los creyentes, sino la invitación a un progreso constante. El Espíritu Santo asiste a la Iglesia para que el conocimiento de la fe y su vivencia real no dejen de crecer. Ello se realiza cuando los fieles contemplan y estudian las verdades reveladas, meditan lo que leen, asimilan las enseñanzas del Magisterio, se esfuerzan a diario en vivir de acuerdo con el Evangelio (cf. Catecismo..., n. 94).
No hay por qué atisbar supuestas contradicciones entre lo que Dios ha revelado y la enseñanza autorizada de los pastores por El designados. “La Tradición, la Escritura y el Magisterio de la Iglesia, según el plan prudente de Dios, están unidos y ligados, de modo que ninguno puede subsistir sin los otros; los tres, cada uno según su carácter, y bajo la guía del único Espíritu Santo, contribuyen eficazmente a la salvación de las almas” (Conc. Vaticano II. Const. Dei Verbum, n. 10).