"El laico es quien de modo natural está siempre en “salida”, pues está ahí donde está la gente, y es ese su primer y más importante espacio de evangelización"
Así lo afirma Mons. Mariano Fazio, en un artículo publicado en la revista Mundo Cristiano.
Solo un millón de los 1.300 millones de católicos que hay en el mundo no son laicos. Pero a lo largo de la historia quizá no se ha reflexionado lo suficiente sobre la condición de la inmensa mayoría de los fieles.
Los obispos españoles quieren ofrecer una ocasión para profundizar sobre la responsabilidad y la misión de los laicos. Para ello, del 14 al 16 de febrero, han convocado en el Pabellón de Cristal de la Casa de Campo de Madrid un Congreso Nacional de Laicos, bajo el lema “Pueblo de Dios en salida”.
Mundo Cristiano ha seguido con particular interés esta convocatoria, que pretende “impulsar la conversión pastoral y misionera del laicado”. Como contribución a esta reflexión, ofrecemos en estas páginas una autorizada opinión sobre la condición del laico y la santificación en medio del mundo, a cargo de monseñor Mariano Fazio, vicario auxiliar del Opus Dei.
Junto a sus palabras, presentamos la opinión de seis laicos, de distinta profesión y condición, quienes responden a una doble cuestión: ¿Qué puede aportar el próximo congreso a los laicos? ¿Qué necesitan por parte de la Iglesia?
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Al inicio de este milenio, san Juan Pablo II definió el plan pastoral de la Iglesia para los futuros siglos. Se podría resumir en una palabra: santidad. El Papa Francisco dedicó una entera exhortación apostólica a la santidad. Tanto el uno como el otro han mirado siempre hacia el Concilio Vaticano II, que tiene como uno de sus puntos focales la llamada universal a la santidad.
Todos estamos llamados a seguir a Cristo, a imitarlo, pues en eso precisamente consiste la santidad. Todos los bautizados compartimos esta llamada y, al mismo tiempo, los distintos fieles tienen en la Iglesia una misión específica. Los miembros de la Jerarquía −obispos, sacerdotes, diáconos− tienen como misión enseñar con autoridad la Palabra de Dios, apacentar a los fieles y celebrar el culto divino; los religiosos, recordar al mundo las realidades escatológicas a través de su vida consagrada; los laicos, santificarse en el seno de las estructuras temporales, en medio del mundo. Después del Concilio y del magisterio de los últimos Papas ya nadie puede pensar que la santidad está reservada a los sacerdotes o a los religiosos: todos hemos recibido, en virtud del bautismo, esta vocación a la plenitud de la vida cristiana.
En la actualidad hablamos mucho de la necesidad de una “Iglesia en salida”. “Salir” tiene múltiples significados, bíblicos, espirituales, etc., como, por ejemplo, salir de la propia tierra, de la zona de confort, de estructuras oxidadas, de una actitud defensiva… e ir al encuentro de la gente. Podemos preguntarnos: ¿dónde está la gente? La respuesta es obvia: la encontramos en las familias, en los ambientes de trabajo, en el entramado de las relaciones sociales... Desde esta óptica, podríamos decir que el laico es quien de modo natural está siempre en “salida”, pues está ahí donde está la gente, y es ese su primer y más importante espacio de evangelización. No hay que penetrar en las estructuras temporales, pues el laico ya se encuentra allí, como su hábitat natural.
En una carta de hace unos años, el Papa escribía que “mirar al Pueblo de Dios es recordar que todos ingresamos en la Iglesia como laicos. El primer sacramento, el que sella para siempre nuestra identidad y del que tendríamos que estar siempre orgullosos es el del bautismo. Por él y con la unción del Espíritu Santo, [los fieles] quedan consagrados como casa espiritual y sacerdocio santo. Nuestra primera y fundamental consagración hunde sus raíces en nuestro bautismo” (Carta al cardenal Ouellet, 2016).
El bautismo es fuerza de salvación y envío. Como el Big bang, quien lo recibe inicia algo nuevo −la vida en Cristo− destinado a expandirse hacia los demás en la Historia y en la pequeña historia de cada uno. El lugar de “expansión” de los laicos es el mundo en todas sus dimensiones, es decir, en la vida familiar, en los ambientes de trabajo, en los espacios públicos. La gracia del bautismo es la que impulsa ese movimiento.
En aquella misma carta, refiriéndose a ciertos eslóganes, Francisco añadía: “Recuerdo ahora la famosa expresión: ‘es la hora de los laicos’ pero pareciera que el reloj se ha parado”. Y es cierto, parece como si la mayoría de los fieles laicos no sintiera todavía el protagonismo de ser hijos de Dios y su responsabilidad de iluminar con el evangelio hasta los últimos repliegues de su vida cotidiana. Quizá los pastores tampoco hayamos caído del todo en la cuenta del inmenso potencial de santidad y evangelización de los hombres y mujeres laicos, que han de desarrollar desde su libertad e iniciativa; un potencial irrenunciable en nuestros anhelos por llevar a Cristo a todas las personas. Redescubrir el papel del laico en la Iglesia precisa de un cambio de mentalidad muy grande. El punto de partida nos llevaría a regresar al bautismo y a su primera consecuencia: la llamada a identificarnos con Cristo, a ser santos.
Comentando la doctrina del Concilio Vaticano II, san Josemaría afirmaba que “la específica participación del laico en la misión de la Iglesia consiste precisamente en santificar ab intra(desde dentro) −de manera inmediata y directa− las realidades seculares, el orden temporal, el mundo” (Conversaciones). A veces se tiende a pensar en el “laico” como en aquel que tiene algún cargo de responsabilidad en las estructuras eclesiales o el que cumple unas funciones litúrgicas.
Nadie duda de la importancia y de la necesidad de esos servicios, pero su misión en la Iglesia es, fundamentalmente, hacer presente a Dios en las estructuras temporales, en las encrucijadas sociales, en medio del mundo. En este proceso de cambio de mentalidad, siempre hemos de estar atentos ante la tentación de “clericalizar” al laico, evadiendo los desafíos de formación y de acompañamiento que este paradigma supone, para tomar caminos más cortos pero tal vez menos efectivos.
Es imposible describir todos los escenarios donde los laicos se encuentran y donde tantos buscan a Dios. Unos pocos tendrán funciones en la vida pública y política. La figura de santo Tomás Moro, proclamado por san Juan Pablo II como patrono de los gobernantes y de los políticos durante el jubileo del año 2000, es paradigmática de hasta dónde puede llegar el ejemplo de un laico en la política: su integridad, su fortaleza, su buen humor, es una gran inspiración para numerosos políticos y servidores públicos de nuestros días. Como estadista −recordaba el papa polaco− “se puso siempre al servicio de la persona, especialmente del débil y del pobre; los honores y las riquezas no hicieron mella en él, guiado como estaba de un distinguido sentido de la equidad. Sobre todo, él no aceptó nunca ir contra la propia conciencia, llegando hasta el sacrificio supremo con tal de no desoír su voz”.
La mayoría de los laicos viven ajenos a la política o a la función pública en sentido estricto, pero no son −no pueden ser− indiferentes a los retos de la sociedad ni a los nuevos estilos de vida. No son “personajes públicos”: son hombres y mujeres corrientes que tratan, en sus familias, profesiones y ámbitos sociales en los que se desempeñan, de dejar la huella de Dios. Me detendré brevemente en tres dimensiones propias del laicado que parecen especialmente significativos: la familia, el trabajo profesional y los estilos de vida.
Desde hace siglos, la familia ha sido la mayor fuerza transmisora de la fe. Constituye el primer espacio de responsabilidad de los laicos, donde la labor evangelizadora acontece fundamentalmente a través del testimonio de una vida de cristianos coherentes, y no tanto por medio de grandes razonamientos, aunque estos serán necesarios a medida en que los hijos maduran. Además de unos contenidos formativos y unas costumbres de piedad cristiana, se transmite también en el seno familiar una visión de la persona humana que, al menos en las sociedades secularizadas, aparece cada vez más difuminada y minoritaria.
¿En qué consiste la visión cristiana de la persona? Como enseña el Concilio Vaticano II, el hombre y la mujer encuentran su plena manifestación en Cristo, y se realizan en el don sincero de sí. Cristo entrega su vida por los demás y así hemos de imitar a Cristo. La “verdad sobre el hombre” incluye, entre otras cosas, el amor entendido como don, el aprendizaje del perdón, la afectividad y la sexualidad integradas en un contexto de entrega mutua y fructífera, las modulaciones de la justicia, la atención preferencial a los pobres, enfermos y ancianos, y la gratuidad. En una sociedad donde casi todos los vínculos son líquidos, la familia cristiana puede proponer una visión adecuada de la realización de la persona humana a través del don sincero y fiel de sí: madres y padres que comparten la responsabilidad de formar a sus hijos con amor, con la entrega diaria, ayudándoles a administrar su libertad, pues sin libertad no podemos ni formar ni ser formados. La familia, en cuanto iglesia doméstica, es el punto estratégico de la nueva evangelización, como han señalado los últimos romanos pontífices. Es el semillero de las nuevas generaciones de cristianos.
Otro gran ámbito propio de los laicos es el trabajo, espacio amplísimo que puede iluminar a sociedades enteras. Como decía san Josemaría, todo cristiano está llamado a “santificar el trabajo, santificarse en el trabajo y santificar a los demás con el trabajo”. Ante Dios no hay trabajos de mayor o menor importancia: ésta dependerá de la unión con Dios que alcance la persona, desarrollando en su profesión todas sus potencialidades, puestas al servicio de los demás. El fundador del Opus Dei utilizaba otra expresión muy gráfica para señalar la importancia del trabajo en la evangelización: los cristianos −y en particular, los hombres y mujeres en medio del mundo− hemos de poner “a Cristo en la cumbre de todas las actividades humanas”.
La sociedad actual nos presenta muchos desafíos. Los laicos están llamados a resolverlos −o al menos, a intentar resolverlos− con sentido cristiano, con profesionalidad, movidos por la justicia y por la misericordia. Habitualmente, los problemas sociales requieren conocimientos técnicos adecuados. Al mismo tiempo, las soluciones propuestas pueden ser muy distintas entre sí. Los laicos que están empeñados en mejorar este mundo y hacerlo más acorde con el plan de Dios han de poner todas sus capacidades al servicio del bien común. Estarán muy unidos en el deseo de imitar al Señor y en su decisión de hacer presente la luz del evangelio en la sociedad, pero evidentemente no estarán necesariamente de acuerdo en las soluciones técnicas que se deberían adoptar.
Al tratarse de cuestiones temporales, las soluciones normalmente no serán unívocas, sino múltiples, entrando en juego la libertad y la responsabilidad de cada uno. Imponer una solución “católica” a problemas que ofrecen muchas posibilidades de respuesta sería un “clericalismo” intolerable, opuesto a la libertad de los hijos de Dios. Se estaría confundiendo lo dogmático con lo opinable, con el riesgo de instrumentalizar a la Iglesia para fines temporales. Ya en 1934, un gran pensador católico, Étienne Gilson, escribía: “Todas las injurias que el odio de Voltaire le ha hecho verter contra los curas, estamos dispuestos a repetirlas contra el clericalismo; somos tal vez los únicos incluso que podamos dar de ello una justificación teológica” (Por un orden católico).
Familia, trabajo. Dediquemos unas palabras a los estilos de vida. En los primeros siglos del cristianismo los laicos participaban con sus conciudadanos del devenir de la historia sin salir del mundo. Su influencia en la sociedad no era en primer lugar de tipo económico, político, militar o social. Más bien su estilo de vida inspirada en la caridad cristiana causaba, en unos, atracción, y en otros, rechazo. Los primeros cristianos nos han entregado una herencia inspiradora sobre la experiencia del laicado en una sociedad que no conoce a Cristo. Demostraron que es posible ser consecuente con la propia fe en cualquier circunstancia y que también es posible, desde las ocupaciones ordinarias en medio de la sociedad, transformarla.
Seguir a Cristo implica una forma determinada de encarar la vida. Las propuestas del evangelio, como amar a los enemigos, llevar una vida austera, tratar a los demás como nos gustaría que nos tratasen a nosotros, acoger al pobre y al extranjero, asumir compromisos familiares permanentes, esperar en una vida futura, etc., se transparentarán a nuestro alrededor, servirán a muchos de inspiración, aunque también encontrarán el rechazo de otros. El reto del laico es mantener la coherencia de la fe ante la presión de otros comportamientos quizá muy difundidos y saber explicar, de manera sencilla y alegre, el porqué de su estilo de vida y la felicidad que encuentra en él: como nos pide san Pedro, los cristianos tenemos que “dar razón de nuestra esperanza”.
Al igual que nuestros primeros hermanos en la fe, en las últimas décadas son numerosos los ejemplos de otros laicos (canonizados o no) que han sido un reflejo de Cristo en los ambientes del trabajo, del deporte, de la sociedad civil, de la cultura, de la familia, en medio de su vida ordinaria; personas que en nada externo se ha distinguido de las de sus conciudadanos, que han sabido profundizar en su condición de bautizados y han sido levadura, ánimo y apoyo para millares de colegas. A su modo y en su ambiente, fueron grandes anunciadores del evangelio.
Entre los que se encuentran en proceso de beatificación, me gusta recordar a un empresario de mi tierra llamado Enrique Shaw (1921-1962), cuya causa de canonización fue abierta cuando el cardenal Bergoglio era arzobispo de Buenos Aires. Fue un gran esposo y padre de una numerosa familia, y también un empresario exitoso, que se volcó en el servicio de quienes trabajaban con él; luchó continuamente para mejorar las condiciones laborales de los obreros y tenía como misión propia la de “humanizar la empresa”, de la que hablaba con frecuencia en las reuniones que organizaba con sus amigos de la Acción Católica.
Se comportaba de modo benévolo, paciente, amable, atento a las necesidades de la gente, sacando fuerzas de su trato con Dios; de hecho, como muchos han testimoniado, irradiaba el amor de Cristo. Su corta vida es una extraordinaria lección sobre el valor de la doctrina social de la Iglesia con la legitimidad de quien la ha vivido desde dentro, en el mundo de la empresa.
Recientemente fue beatificada en Madrid la química Guadalupe Ortiz de Landázuri (1917-1975). El Papa Francisco la definió como “un ejemplo para las mujeres cristianas dedicadas al trabajo social y a la investigación científica”. Era una persona alegre que puso sus “numerosas cualidades al servicio de los demás”, dijo el Papa. En sus diversas facetas como profesora, amiga, investigadora, acercó a muchas personas hacia la fe, en ambientes donde quizá no hubiera llegado con facilidad un eclesiástico.
Hay laicos que han dejado una huella profunda a pesar de su corta existencia. Ahí está el hermoso ejemplo de la romana Chiara Corbella Petrillo (1984-2012), amante de la música, casada con Enrico, que nos queda como una catequesis potente sobre el noviazgo, el matrimonio y el amor a la vida. O la del joven milanés Carlo Acutis, fallecido con tan solo 15 años de edad a causa de una leucemia fulminante; su vida auténticamente cristiana se reflejaba en todo lo que hacía en internet, donde conectó con bastantes jóvenes a los que hizo partícipes de su amor por la Eucaristía y por la Virgen María. Su alegría cristiana generaba admiración entre sus conocidos.
Enrique, Guadalupe, Chiara y Carlo son solo unos pocos ejemplos de cómo los laicos son el rostro visible de la Iglesia (rostro de Cristo) en unos ambientes (en el mundo del trabajo, de la química, de la tecnología, de la familia) que les son propios. Son propulsores de estilos de vida, evangelizadores de primer orden, en un modo distinto –a veces complementario y siempre necesario– al de quienes tienen funciones ministeriales o de otro tipo en la estructura de la Iglesia. En la Iglesia siempre será “la hora de los laicos”. Podrán transformar el mundo, a condición de profundizar en la nueva vida que recibieron en el bautismo, que los injerta en Aquel que dijo de sí mismo que es la Vida.
Mons. Mariano Fazio es vicario auxiliar del Opus Dei desde 2019, licenciado en Historia por la Universidad de Buenos Aires y doctor en Filosofía por la Universidad Pontificia de la Santa Cruz.
Fuente: Revista Mundo Cristiano
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