Meten a sus usuarios en un mundo cerrado de juegos y distracciones, en una burbuja, o en el mejor de los casos les acercan a personas que están lejos mientras que les alejan de quienes tienen cerca
Me escribe mi amigo Jaime D.: “Hoy he vuelto a viajar en el metro de Berlín y he podido observar el espectáculo de siempre: todas las manos ocupadas en viajar por el mundo con su Smartphone”.
Aquí en España pasa lo mismo, no solo en el metro, sino en la parada del autobús, en las familias, en los grupos de amigos en los bares o incluso en los espectáculos públicos. Los móviles son máquinas que separan de quienes están al lado, pues sirven precisamente “para desconectar”. Meten a sus usuarios en un mundo cerrado de juegos y distracciones, en una burbuja, o en el mejor de los casos les acercan a personas que están lejos mientras que les alejan de quienes tienen cerca.
Varias veces me ha pasado con alguno de mis vecinos −sobre todo, vecinas jóvenes− que al entrar en el ascensor, en lugar de hablar del tiempo como se había hecho siempre, sacan su smartphone para no tener que hablar con quien comparten el ascensor. El móvil se convierte en un escudo protector o en una escafandra silenciosa que les separa mágicamente de la persona que está apenas a dos palmos.
En estos últimos tiempos estoy desarrollando una estrategia anti-aislamiento: consiste en sonreír. Cuando voy por la calle o, sobre todo, por los pasillos de la Universidad me empeño en sonreír a los que me cruzo y, de ordinario, sorprendidos, me devuelven la sonrisa. Cuando esto ocurre me parece siempre una victoria de la humanidad sobre ese trágico aislamiento en el que nos están encerrando las máquinas.