Cuando alguien me pregunta sobre la eutanasia, lo primero que me viene a la cabeza no es si se trata de un acto médico, sino qué derecho queremos legislar y qué sociedad queremos tener
Escribiendo estas líneas recuerdo a Fernando, uno de mis pacientes, uno de mis maestros. Era vital, enérgico, alegre. Me decía: “La medicina paliativa es necesaria. Desde que me habéis quitado el dolor vuelvo a ser persona, aunque sé que solo puedo aspirar a ciertos tratamientos que me den un poco más tiempo para estar con mi mujer y mis hijos”. Fernando arregló todo lo necesario para que su empresa y sus empleados pudieran continuar, dejó económicamente bien a su familia, vio cómo su hija mayor aprobaba la selectividad y el carnet de conducir y, un día, hasta jugamos en su habitación con un dispositivo de realidad virtual.
Con relativa frecuencia salta a la opinión pública el caso de un paciente como Fernando, que llega al final de su vida sufriendo a causa de una enfermedad grave, provocando un debate público que se queda en posturas ideológicas encontradas. Discutimos y argumentamos por motivos ideológicos, de forma grandilocuente, buscando conceptos e ideas que calmen nuestra conciencia social. En la mayoría de estas situaciones se discute sin tener la información necesaria para entender lo que pasa y buscamos que expertos que no están en la cabecera del paciente den una respuesta. Pero esta forma de mirar la realidad nos aleja de la persona que, por su enfermedad, necesita una respuesta humana, nuestro apoyo, buen hacer médico y, sobre todo, nuestra mirada.
Como profesional que se dedica a los cuidados paliativos, ante mis pacientes, cada vez me olvido más de mis valores y creencias para estar con esa persona con la que quiero estar hasta el final. Busco ayudarle a cerrar su vida según sus valores y deseos para no transformar en un tópico o frase bonita las palabras “dar calidad de vida hasta el final, sobre todo cuando no se puede curar”.
Cuando alguien me pregunta sobre la eutanasia, lo primero que me viene a la cabeza no es si se trata de un acto médico, sino qué derecho queremos legislar y qué sociedad queremos tener. Entre otras, me encuentro con un interrogante: ¿queremos una sociedad capaz de cuidar o lo que queremos es dar un derecho a alguien que no lo puede ejercer por sí mismo? Pues los pacientes al final de la vida, debido a la limitación física que su enfermedad les impone, necesitan ser ayudados hasta para las acciones más sencillas. ¿Dónde queda entonces su autonomía si es otra persona la que debe acabar con su vida?
Desde mi más profundo respeto a todas las posturas, me parece que nuestro deber como sociedad es garantizar el derecho de llenar de vida el final de las personas que tanto nos han dado, ayudarles a cerrar con dignidad su trayectoria vital y a que, adaptándose a los límites que la enfermedad les va poniendo, encuentren esperanza y alegría en los mil pequeños detalles que la vida les ofrece. Por otra parte, no nos podemos olvidar de su familia y amigos que poco a poco ven cómo ese ser querido, único para ellos, les va dejando. Ellos también se merecen que ese camino que les queda por recorrer juntos sea llevadero e incluso bonito, dentro de la innegable tristeza que no podremos hacer desaparecer nunca. Porque ellos se van a quedar, y cuanto mejor sea la despedida, mejor será el recuerdo de los momentos que se vivieron, transformándose en un tesoro para el resto de su vida.
En mi experiencia, desde un punto de vista clínico, no es cuestión de emplear toda ciencia y la tecnología a nuestro alcance, sino usar el conocimiento y medios adecuados adaptados para el beneficio de un paciente concreto. Y siempre estar a su lado, tratarle con naturalidad, pues los profesionales de la salud no somos más que seres humanos que se acercan, con su ciencia y con sus entrañas, a personas vulnerables. Nuestro papel es actuar como catalizador para que otra persona aproveche lo que tiene a su alcance hasta el final. Confieso que, gracias a esta forma de actuar, como muchos compañeros, puedo decir cuántas lecciones he recibido, magistrales, de cátedra, de cómo saber vivir. Porque cuando ayudamos a vivir hasta el final recibimos lecciones de vida.
Mi propuesta es que, como sociedad, pero también a nivel individual, aprendamos a mirar a cada persona que deja esta vida con respeto, mirar con afecto, mirar aportando nuestra ciencia, mirar ayudando a quien más le quiere y necesita, mirar de tal manera que siga sintiéndose digno. Porque a veces miramos con miedo, miramos con agobio, miramos con angustia, miramos sin mirar y entonces, ¿qué transmitimos con nuestra mirada? Eres una carga, eres un estorbo, eres una pérdida de tiempo, no aportas, sólo generas problemas, no merece la pena estar así, no es digno vivir así.
¿Cómo queremos mirar?
Llegado el momento, ¿es así como queremos que nos miren?
Antonio Luis Noguera Tejedor, Profesor asociado de la Facultad de Medicina, investigador del Instituto Cultura y Sociedad de la Universidad de Navarra y especialista de la Unidad de Medicina Paliativa de la Clínica Universidad de Navarra