Evangelio del Domingo 7º del Tiempo Ordinario (Ciclo A) y comentario al evangelio de la Misa
Evangelio (Mt 5,38-48)
Habéis oído que se dijo: Ojo por ojo y diente por diente. Pero yo os digo: no repliquéis al malvado; por el contrario, si alguien te golpea en la mejilla derecha, preséntale también la otra. Al que quiera entrar en pleito contigo para quitarte la túnica, déjale también el manto. A quien te fuerce a andar una milla, vete con él dos. A quien te pida, dale; y no rehúyas al que quiera de ti algo prestado.
Habéis oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pero yo os digo: amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persigan, para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos, que hace salir su sol sobre buenos y malos, y hace llover sobre justos y pecadores. Porque si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa tenéis? ¿No hacen eso también los publicanos? Y si saludáis solamente a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de más? ¿No hacen eso también los paganos? Por eso, sed vosotros perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto.
Comentario
En este pasaje del Evangelio se concluyen las llamadas “antítesis” del Sermón de la Montaña, que ya habíamos comenzado a meditar el domingo pasado.
La primera de ellas invita a erradicar la costumbre ancestral de la venganza. En sociedades muy primitivas, como reacción a un mal sufrido, era normal tomarse la justicia por la propia mano y devolver al agresor un daño mayor. Esto generaba una cadena de agresiones y reacciones cada vez más violentas, que causaban grandes males y sufrimientos. En su momento, la “ley del talión” ayudó a atemperar esas escaladas de violencia al marcar el límite de ojo por ojo y diente por diente (v. 38), estableciendo que el mal devuelto podía ser equivalente al sufrido, pero no mayor.
Sin embargo, Jesús enseña el papel fundamental del perdón. Perdonar implica vencer los sentimientos que reclaman no dejar impune el mal recibido, y eso sólo es posible en sintonía con Cristo, mediante un amor que es más fuerte que el odio. Supone reaccionar como Jesús reaccionó en la cruz ante quienes lo hacían padecer terriblemente: “Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen” (Lc 23,34).
La segunda antítesis parte de un mandamiento del Levítico, amarás a tu prójimo (Lv 19,18), al que una mala interpretación popular había añadido y odiarás a tu enemigo. El motivo de este error deriva de una interpretación restrictiva de la palabra “prójimo” que la consideraba sólo relativa a los miembros del pueblo de Israel, y no incluía en ese mandato a quienes no formaban parte de él, de modo que, en la medida en que fueran enemigos, se consideraban merecedores de odio.
También en este caso, Jesús lleva a su plenitud ese mandamiento haciéndolo extensivo a todo ser humano: cualquier persona, independientemente de sus cualidades humanas o morales, es digna de ser amada. También en esto el amor de Dios ha ido por delante, ya que “cuando éramos enemigos, fuimos reconciliados con Dios por medio de la muerte de su Hijo” (Rm 5,10).
¿Cómo es posible reaccionar así ante la rabia que puede brotar espontáneamente de un corazón dolido? Jesús nos muestra el camino enseñándonos a mirar a Dios como un Padre amoroso que nunca quiere el mal para sus hijos, e incluso está dispuesto a pasar por encima de sus olvidos, infidelidades u ofensas. “Para los cristianos la no violencia no es un mero comportamiento táctico, sino más bien un modo de ser de la persona, la actitud de quien está tan convencido del amor de Dios y de su poder, que no tiene miedo de afrontar el mal únicamente con las armas del amor y de la verdad. El amor a los enemigos constituye el núcleo de la ‘revolución cristiana’, revolución que no se basa en estrategias de poder económico, político o mediático. La revolución del amor, un amor que en definitiva no se apoya en los recursos humanos, sino que es don de Dios que se obtiene confiando únicamente y sin reservas en su bondad misericordiosa. Esta es la novedad del Evangelio, que cambia el mundo sin hacer ruido. Este es el heroísmo de los ‘pequeños’, que creen en el amor de Dios y lo difunden incluso a costa de su vida”[1].
En eso consiste la perfección de Dios, y a ese nivel de generosidad llama a todos: “sed vosotros perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto” (v. 48). Es la misma idea que en el Evangelio de Lucas se formula de modo bien expresivo: “Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso” (Lc 6,36). Ahora bien, ¿quién podrá conseguir una meta tan alta? Quien viva siempre como hijo de tan buen Padre. San Cipriano escribía que “a la paternidad de Dios debe corresponder un comportamiento de hijos de Dios, para que Dios sea glorificado y alabado por la buena conducta del hombre”[2].