Fragmentos de una meditación del prelado del Opus Dei en la iglesia prelaticia de Santa María de la Paz (14-II-2020, en el 90 aniversario de las mujeres en el Opus Dei)
Comenzamos nuestra oración continuando nuestra acción de gracias. Gratias tibi Deus, gratias tibi. Le damos gracias al Señor en este 90 aniversario.
En aquel momento, nuestro Padre [san Josemaría] recibió en su alma esa luz, ese impulso para completar la Obra que ya el Señor tenía previsto desde la eternidad, con la sección de mujeres. Y sabemos bien cómo nuestro Padre al principio pensaba −porque así lo había entendido− que la Obra era una cosa para los hombres, aunque desde el principio el Señor la pensó para todos y todas. Y cómo nuestro Padre, inmediatamente, se puso a trabajar queriendo esa voluntad del Señor, poniendo ya −con gran esfuerzo, con dificultades− las bases de lo que hoy vemos realizado en todo el mundo.
Damos gracias a Dios, damos gracias a la Virgen Santísima Madre nuestra por la que nos vienen todas las gracias, damos gracias a nuestro Padre, aquí junto a sus restos. Gracias a nuestro Padre por su fidelidad, por su entrega. Una acción de gracias también por cada una y cada uno de nuestros hermanos, por toda la Obra. Y, cada uno de nosotros, damos gracias por nuestra propia vocación; y, especialmente hoy, vosotras −también los sacerdotes, pero de un modo especial hoy vosotras por la relevancia de este aniversario−. Gracias. Tenéis que dar gracias −damos gracias todos y todas−, porque en ese 14 de febrero de 1930 estabais cada una de vosotras en la mente de Dios, en los planes de Dios, ya desde antes, desde siempre.
Una fecha que es, por tanto, algo muy nuestro, no es una cosa del pasado, de la historia, sino que tiene una incidencia constante, presente en nuestra vida, que es motivo de gracias: motivo de agradecimiento al Señor. Y damos gracias al Señor por la realidad ya realizada de la Obra. Cómo nuestro Padre decía a nuestras hermanas hace ya tantos años, y ahora desde el Cielo lo dice con más motivo porque la Obra está más desarrollada: “Agradeced al Señor conmigo, que haya querido la sección femenina del Opus Dei, que trabaja tan estupendamente y con tanto espíritu cristiano en servicio en tantas naciones del mundo”.
Y ya esto es una realidad, y damos ahora, Señor, en nuestra oración, gracias, pensando en nuestras hermanas en los cinco continentes, en tantos países, tantas ciudades, con tantas labores; te damos gracias por toda esa labor, todo ese bien, todo ese fruto apostólico, toda esa felicidad que transmites a tantísima gente. Te damos gracias porque todo surgió y surge de tu querer, de tu voluntad, de tu amor por nosotros.
Gratias tibi Deus, gratias tibi: y hemos considerado estas palabras, ya de años después −en el año 73, en una de sus campanadas− cuando nuestro Padre nos volvía a insistir en esta necesidad de ser muy agradecidos al Señor. Ut in gratiarum semper actione maneamus, “vivamos en una continua acción de gracias a nuestro Dios” (Carta 28-III-1973, n. 20). Vamos a intentar hoy que realmente esto sea así: una continua acción de gracias a nuestro Dios, «acciones de gracias que son un acto de fe, que son un acto de esperanza, que son un acto de amor» (Ibid).
Un acto de fe en que la Obra −como nos escribió nuestro Padre− “viene a cumplir la Voluntad de Dios. Por tanto, tened una profunda convicción de que el cielo está empeñado en que se realice”. (Instrucción 19-III-1934).
Y debemos tener esta convicción −y hoy, Señor, queremos que Tú nos la infundas más fuertemente en nuestras almas−, la convicción, la seguridad de que Tú estás empeñado en que la Obra se realice en el mundo entero y en cada uno de nosotros: en nuestras almas, en nuestra vida; que se realice la Obra de Dios en nuestro trabajo, en nuestra vida en familia, en nuestro descanso; que seamos de verdad “Opus Dei”, con la seguridad, con la fe de que Tú estás empeñado en que eso se realice. Por muchas que sean las dificultades, por mucha que sea nuestra propia debilidad personal, Tú, Señor, estás empeñado en que la Obra se realice en mi alma y en las almas de tantísima gente en todo el mundo. Danos Señor esta convicción, especialmente cuando nos encontremos con más dificultades, que tengamos esta fe en que la Obra es tuya, que eres Tú quien la haces con nuestras manos, con nuestro trabajo, con nuestra debilidad y con nuestra fuerza, con la fuerza que Tú nos das.
Hoy nos unimos a la acción de gracias de miles y miles de hermanas y de hermanos nuestros y de tantas otras personas que conocen y que aprecian la Obra en el mundo entero. Y como nuestro Padre decía en aquel Jueves Santo de 1975, dirigiéndose al Señor: “Te dan gracias en toda Europa, y en puntos de Asia y de África, y en toda América y en Oceanía. En todos los sitios te dan gracias” (Meditación, 28 de marzo, 1975).
Y nos unimos a la acción de gracias de todo el mundo, porque todo el mundo se va a unir y se está uniendo ya −en gran parte del mundo− a la acción de gracias nuestra, hoy, aquí, junto a nuestro Padre. Nos unimos a esta acción de gracias también pensando en la Obra, en tantos lugares, en tantas personas, porque todo eso es nuestro. Y así lo vemos, porque la Obra es nuestra en todas partes.
Profunda convicción, fe. Hoy, el evangelio de la Misa es una escena de la vida del Señor y de la Virgen que todos los días meditamos en el Rosario. Sus padres iban todos los años a Jerusalén para la fiesta de la Pascua, y cuando tuvo doce años subieron a la fiesta como era la costumbre, y pasadas aquellos días, al regresar, el Niño se quedó en Jerusalén sin que lo advirtiesen sus padres (Lc 2,41-52).
Conocemos muy bien cómo la Virgen y San José vieron completamente normal que en ese momento del camino no estuviese el Señor con ellos −estaría con sus amigos, con otras familias−. Y luego pasan tres días. Tres días de angustia, tres días sin entender qué podría haber pasado, con temor, sufriendo. Y, cuando lo encuentran, le dicen precisamente eso: “¿Por qué nos has hecho esto?”. No entienden, está el Señor Jesús tan tranquilo ahí, en el templo, hablando, contestando, preguntando. “¿Por qué nos has hecho esto? Piensa que tu padre y yo angustiados te buscábamos”. Y más sorprendente todavía es la respuesta del Señor: “¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que es necesario que yo esté en las cosas de mi Padre?”.
Ha querido el Señor que quedara en el Evangelio esta conclusión: “Pero ellos no comprendieron lo que les dijo”. La Virgen y San José no entendieron los planes del Señor, porque realmente, humanamente, eran incomprensibles.
Y nosotros, Señor, a veces no entendemos tus planes, a veces no entendemos por qué las circunstancias se ponen complicadas: a veces no entendemos incluso cosas sencillas. Pero debemos tener la convicción de que siempre nos acompaña el querer de Dios, la voluntad de Dios, el amor de Dios.
Esta fe nuestra tiene que ser también la fe que es luz y que es también oscuridad, un claroscuro. Y, cuando no entendamos, que nos acordemos de ti −te lo pedimos Madre Nuestra−, que nos acordemos de ti que tenías una fe inmensa, proporcional a la plenitud de gracia. Aunque no entendías, sin embargo -concluye el evangelio- “conservabas estas cosas, ponderándolas en tu corazón”. Que todo esto nos sirva para contemplar al Señor −no para dar vueltas si hemos entendido o no hemos entendido−, sino para contemplar, también en esas circunstancias, el amor de Dios por nosotros.
Te damos gracias Señor por la fe, te damos gracias por la convicción, −esa profunda convicción− de que el Cielo está empeñado en que la Obra se realice: en el mundo y en mi vida, en mi trabajo y en mi descanso, y en todas mis circunstancias.
Así hemos de ver nuestra labor, también la labor ordinaria, corriente, pequeña −aparentemente pequeña, que puede y debe ser muy grande−. Puede ser muy grande por el amor que pongamos. Ver en esa labor que siempre estamos contribuyendo a este gran panorama, a esta gran misión, a esta gran perspectiva.
Señor te pedimos por la intercesión de nuestro Padre que nos des también a nosotros esta esperanza fuerte, firme. Para que sepamos que nada de lo que hacemos por la Obra es inútil, todo es eficaz, no sólo en lo pequeño que se ve, en el trabajo inmediato; es eficaz para esta cosa tan grande, como quiso nuestro Padre grabar en piedra, en el dintel de una puerta, aquí de Villa Tevere, esas palabras de san Pablo: Semper scientes colabor vester non est inanimer in Domino (Rom 12, 11-12). Debemos estar siempre convencidos de que nuestro trabajo nunca es inútil ante Dios, siempre es útil, siempre es eficaz.
Una acción de gracias que es un acto de esperanza personal, en nuestra propia vida, a pesar de nuestras limitaciones y nuestros errores personales. Nos tiene que llevar esta esperanza también a la alegría, a la serenidad, a la paz. A ese vivir “spe gaudentes” (Rom 12, 12), alegres con esperanza. Una esperanza a pesar de nuestras dificultades y limitaciones.
Precisamente, refiriéndose a la fundación de la sección de mujeres y al agradecimiento que debemos poner especialmente en este día, nuestro Padre decía: “El mejor modo de agradecerlo −se lo decía a sus hijas concretamente− es estar contentas, tranquilas, serenas, equilibradas; rezar, trabajar, sonreír y agradecer que en la Obra no estamos solos jamás”.
Agradecer con esperanza es estar contentas. Todos tenemos que estar contentos, tranquilos; cuando nos ponemos nerviosos por algo, recuperad la serenidad. Y la recuperamos yendo al Señor, yendo al querer de Dios por nosotros, a la presencia de Dios en nosotros. A este saber y agradecer −como dice nuestro Padre− que en la Obra no estamos solos jamás. Estamos siempre en esta maravillosa realidad de la comunión de los santos. Que del mismo modo en que nosotros estamos con nuestro trabajo, con nuestra oración, con toda nuestra vida sacando la Obra adelante en todas partes, en todos los continentes, en todas las ciudades, en todo el mundo; todas esas ciudades y todas esas personas nos están apoyando. Y, sobre todo, no estamos solos jamás porque está el Señor con nosotros: Si Deus nobiscum quis contra nos? (Rom 8, 31).
Esa esperanza fiel, segura. Adauge nobis fidem et spem: esperanza. Que se haga realidad en nuestra vida, te lo pedimos Señor, como dice san Pablo en la epístola a los Romanos: “Que el Dios de la esperanza os colme toda alegría y paz en la fe para que abundéis en la esperanza con la fuerza del Espíritu Santo” (Rom 15, 13). Lo pedimos así. El Dios de la esperanza −porque es el Señor quien nos da la esperanza− nos colme de toda alegría y paz en la fe, en esta fe llena de alegría, en esta esperanza llena de alegría, en la divinidad de la empresa, en la divinidad de la Obra. En la seguridad de la victoria, a pesar de las derrotas que tengamos personalmente.
La primera lectura de la Misa de hoy, del Antiguo Testamento, la entendemos aplicada a la Virgen como Madre de la santa esperanza: spes nostra. ¡Cuántas veces le decimos: Santa María spes nostra, esperanza nuestra! Porque toda esta seguridad en el Señor nos llega también a través de la Virgen; ella es nuestra esperanza, la santa esperanza, Madre de la santa esperanza.
Esperanza para cada uno de nosotros: la esperanza de ser santos, la esperanza a pesar de las dificultades, la esperanza para el mundo, la esperanza apostólica. Viendo también con realismo las dificultades del mundo, que parece que está alejándose de Dios cada vez más. Madre nuestra, danos una esperanza que nos mueva también, porque la esperanza mueve al trabajo con alegría; porque Dios no pierde batallas, aunque parezca que las perdamos nosotros.
Agradecimiento, un acto de amor. Acción de gracias que es un acto de amor, un amor agradecido.
En la primera lectura leeremos y escucharemos: Mater Pulchrae Dilectionis. Es la fiesta litúrgica que hoy celebramos, Mater Pulchrae Dilectionis, Madre del Amor Hermoso. Un amor hermoso compatible con el dolor. A la Virgen, el anciano Simeón −cuando llevaba al Niño para presentarlo en el templo−, le profetizó que una espada atravesaría su alma. Y ya en el evangelio de hoy vemos ese sufrimiento, esa angustia: como angustiados te buscábamos (Lc 2, 48). Y luego hasta estar al pie de la cruz.
Un amor hermoso que pende de la fe. Un amor hermoso que queremos recibir: el amor de Dios, el amor de la Virgen, y queremos que nuestra correspondencia sea un amor hermoso. Un amor hermoso que surja en nuestra alma también cuando experimentemos que nos falta, para pedírselo al Señor: Adauge nobis fidem, spem et caritatem. Y esto, con la alegría de la vocación, con la alegría de este querer de Dios para cada uno de nosotros. Especialmente hoy para vosotras, para todas vuestras hermanas en el mundo entero. Agradecimiento también pensando en las miles y miles de mujeres del Opus Dei que están en el Cielo, que han coronado la meta.
Cuando el Señor le preguntó a san Pedro: “Simón, ¿me amas?” Está aquella respuesta: Domine, tu omnia nosti tu scis qui amo te. "Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te amo” (Jn 21, 17). Queremos decírselo así al Señor ahora, también como expresión de la acción de gracias. Una acción de gracias que tiene que ser un acto de amor. Vamos a decírselo así: Domine, tu omnia nosti tu scis qui amo te". Tu sabes, Señor, que te amo. Poniendo en estas palabras −aunque quizás en ocasiones puedan parecer débiles−, poniendo de verdad todo nuestro interés, toda nuestra sinceridad. Te damos gracias Señor, amándote, queriéndote. Que es también querer todo lo que Tú quieres para nosotros.
Ayúdanos, Señor, a que este Tu scis qui amo te sea una verdad más intensa en nuestra vida. Que sepamos amarte también cada vez más en los demás. Sicut tu dilexisti nos. Como tú nos has amado (cfr. Jn 13, 34). El Señor nos ha amado a todos dando la vida por todos. Nosotros, Señor, queremos que esta acción de gracias de hoy sea muy sincera, muy intensa, muy profunda, que sea de verdad un acto de fe, un acto de esperanza, un acto de amor. Que sea realmente un querer, un querer también a los demás en fraternidad, en afán apostólico.
Esta idea de nuestro Padre −idea y realidad estupenda− de que no estamos solos jamás, también nos tiene que dar la alegría y la responsabilidad de que tenemos la Obra en nuestras manos realmente. Y estar muy pendientes de los demás. Ver a las demás, cuidar de los demás, que es cuidar de la Obra. Querer a las demás es querer al Señor. Que veamos también este acto de amor −que es el agradecimiento, como dice nuestro Padre−, en toda la dimensión grande, el campo grande de la entrega a los demás. Que sea −te lo pedimos, Señor, ahora en nuestra oración−, ayúdanos a que este agradecimiento −en lo que tiene que tener de acto de amor como nos lo pide nuestro Padre−, sea un crecer, −porque necesitamos que tu nos ayudes Señor−, un crecer en servicio, en comprensión, en entrega a los demás. Que este quererte como Tú nos has querido, sicut tu dilexisti nos, sea de verdad dar la vida por los demás.
¿Cómo podemos crecer? Tantas veces nos lo proponemos de un modo o de otro todos los días, cómo crecer en fe, en esperanza, en amor: pidiéndole al Señor. Y precisamente gran parte de nuestra lucha, que debe estar llena de alegría, también el recomenzar. Nuestro Padre nos lo ha enseñado así, toda nuestra vida tiene que ser un comenzar y recomenzar. Un ir rectificando, con alegría, que es la alegría de volver. La alegría de volver a los brazos de nuestra Madre, de nuestro Padre Dios.
Todo este empeño de recomenzar es, muchas veces, precisamente ese volver a pedir al Señor, cuando experimentamos que nos ha faltado en el fondo un profundo convencimiento, una convicción, de que estamos haciendo el querer de Dios en este encargo, en este trabajo, en este asunto. Cuando nos ha faltado la esperanza porque nos hemos desanimado un poco, cuando nos ha faltado el amor porque nos hemos enfadado, porque nos hemos irritado. Es entonces el momento no de desalentarnos, sino de volver con alegría, diciendo: adauge nobis fidem, spem, caritatem. Con acción de gracias, que sea una petición como acto de fe, de esperanza y de amor, llena de alegría.
Y para eso, necesitamos estar como siempre muy unidos a la Virgen, porque toda la gracia, toda la ayuda del Señor nos viene a través de su mediación materna. Y queremos que sea verdad, cada día más en nuestra vida personal y en la de toda la Obra, lo que nuestro Padre podía decir lleno de agradecimiento: nosotros hemos estado siempre como Jesús pegadicos a su Madre: María, la Madre de Dios, que ha sido la Madre del Opus Dei, la Reina del Opus Dei, nuestra hermosura.
Pensando en estos 90 años, vamos a darle muchas gracias al Señor a través de la Virgen, que ha sido siempre en estos 90 años la Madre del Opus Dei, la Reina del Opus Dei, nuestra hermosura. Filialmente pegados a la Madre de Dios, no nos ha faltado tampoco su sonrisa en los momentos difíciles. Pues, Madre nuestra, que veamos tu sonrisa también en los momentos difíciles personales, de ordinario en pocas cosas. Si alguna vez son momentos difíciles mayores, que sintamos tu presencia, y que todas nuestras hermanas en todo el mundo, cuando encuentren dificultades, en los momentos difíciles, que no les falte esa convicción también de tu sonrisa, de que tú eres realmente la Madre de Dios, Madre nuestra, nuestra Reina, nuestra hermosura.
Fuente: opusdei.org.
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