Gracias a la señora ministra, volvimos a tener la misma discusión de cada viernes, pero ahora con un argumento de autoridad, la voz de una ministra, a favor de mi hijo
El dilema que planteaba la ministra de educación acerca de quién tiene derecho a decidir sobre la educación de la conciencia de un menor lo resolvió mi hijo de 15 años en tres segundos.
Iba el viernes en coche con una de mis hijas mayores, su novio y mi hijo adolescente. Una de las características propias de los adolescentes es que nunca sabes cuándo te escuchan y cuándo no. En un momento determinado, mi hija recordó la polémica frase de la ministra: “no podemos pensar de ninguna de las maneras que los hijos pertenecen a los padres”. Como espoleado por un resorte de autodefensa, mi hijo adolescente se revolvió en el asiento y me interpeló: “¡¿Ah, no?! ¡Entonces, por qué no me dejáis salir y tengo que hacer lo que vosotros decís!” Y, gracias a la señora ministra, volvimos a tener la misma discusión de cada viernes, pero ahora con un argumento de autoridad, la voz de una ministra, a favor de mi hijo.
La trampa argumentativa que, conscientemente o no, introdujo la ministra me obligó a llevar la conversación más allá de una salida de viernes, que, por otro lado, no podía darse porque nos estábamos yendo fuera de Barcelona.
La trampa lógica que la ministra había introducido se puede expresar con la inversión de una máxima latina muy utilizada en Derecho: exclussio unius, inclussio alterius, la exclusión de una cosa significa la inclusión de otra. Cuando uno dice esta pelota no es de Juan, lo que evoca en la mente que escucha es: esta pelota es de alguien que no es Juan. Por lo tanto, si los hijos no son de los padres, ¿de quién son?
Lo que me obligó a explicar a mi hijo que él no pertenecía a nadie. Que era libre y dueño de sí mismo, pero que el lento desarrollo de la naturaleza humana hasta la plenitud de facultades, aplazaba este señorío de sí al momento en que alcanzara una cierta madurez personal. Y, mientras lo hacía, los padres éramos quienes estábamos llamados a ejercer este maravilloso derecho-deber de educarle, lo que hacíamos con la mejor de las disposiciones. Lo hice con otras palabras, claro, de manera que lo entendiera, no fuera a pensar, como la ministra en el fondo intentaba deslizar, que él pertenecía al Estado o algo similar.
A lo mejor, la ministra o algún otro uniformador de conciencias creen que los católicos pensamos que nuestros hijos pertenecen a Dios, lo que daría derecho a quienes legítimamente no creen en Dios a sustituir Dios por el Estado. A fin de cuentas, si pertenecen a alguien, podemos discutir a quién, podrían argumentar. Por esta razón es peligroso caer en el error de pensar que nuestros hijos pertenecen a Dios.
Una de las definiciones de persona que más me gustan es la que acuñó Carlos Cardona: la persona es “alguien delante de Dios y para siempre”. En efecto, la persona no pertenece a Dios ni a nadie que no sea ella misma. No ha sido creada al servicio o pertenencia de nadie, sino como un fin en sí misma, llamada a amar y ser amada. Alguien que está llamado a vivir “delante” de Dios por toda la eternidad no puede pertenecerle: ¡es su amigo! Por eso se le parece tanto, porque es capaz de amar. En fin, quería aclarar esto para no caer en la trampa que esperan los colectivistas: sustituir a Dios por el Estado.
Y ya que hablamos de trampas argumentativas, a mí lo que se me escapa totalmente es cómo se puede educar en la diversidad desde la uniformidad. Es decir, si se quiere educar en la diversidad, ¿no es mejor dejar que la educación sea diversa? Porque si es uniforme, digo yo, educaremos en la uniformidad. Yo tengo un sobrino vegano. En su día, me explicó las razones por las que había hecho esta opción de vida y, aunque no las compartí del todo, respeté y hasta admiré su grado de compromiso con lo que él pensaba. ¡Chapeau! Ni a mi padre ni a ninguno de mis hermanos se nos ha ocurrido obligarle a comer carne cuando tenemos eventos familiares. Siempre le tenemos en cuenta y buscamos algo que él pueda comer o elaboramos para todos uno de los platos según sus requerimientos. Es más, en uso de la libertad, defenderemos ante cualquiera su derecho a ser lo que él quiere, aunque podamos no estar de acuerdo y considerar que está equivocado.
Pues, hombre, si queremos diversidad, ¿por qué este empeño en eliminarla?, ¿a qué esta desconfianza en los padres? No es esta una cuestión política, de partido, es una cuestión de educación, de formación de la conciencia, de dignidad humana. De respeto. De libertad.