A finales y principios de año, sobre todo en el ámbito cristiano, suelen hacerse regalos que prolongan y concretan, al manifestar nuestro afecto a los demás, el regalo de la salvación que nos ha traído Cristo
Incluimos dos “regalos” que nos pueden servir para repasar y profundizar las enseñanzas del Papa en las últimas semanas: el viaje de Francisco a Tailandia y a Japón, y su carta apostólica Admirabile signum (El hermoso signo del pesebre), sobre el significado y valor del belén.
Como señaló Francisco en su audiencia general del 27 de noviembre, su viaje a Tailandia y al Japón le reportó un gran contento y agradecimiento a Dios. Aunque los católicos en esa zona son muy pocos (en torno al 1%), esos países son un ejemplo de convivencia pacífica multicultural, no carente de serios peligros y amenazas. La predicación del Papa estuvo impregnada de belleza y de sentido positivo y alentador.
Durante la Misa celebrada en el estado nacional de Bangkok subrayó la belleza de la evangelización y su necesidad no solo respecto de los destinatarios, sino también en cuanto a los evangelizadores mismos, para que alcancen su “ser más verdadero” ejercitando su ser discípulos misioneros, extendiendo la familia de Dios.
En la misma línea, durante su encuentro con los sacerdotes y religiosos, seminaristas y catequistas, les animó a no tener miedo de inculturar el Evangelio cada vez más, movidos por el agradecimiento y la contemplación de lo que Dios nos ha concedido a nosotros, y llenándonos de pasión por Jesús y su Reino. El tono del Papa puede notarse en frases como esta: “El Señor no nos llamó para enviarnos al mundo a imponer obligaciones a las personas, o poner cargas más pesadas que las que ya tienen, y son muchas, sino a compartir una alegría, un horizonte bello, nuevo, sorprendente”.
Se trata de buscar nuevos símbolos e imágenes que resuenan y hacen brillar la belleza de los valores personales y culturales. La mirada de Jesús nos transforma y nos permite descubrir y hacer brillar lo mejor en la vida y acción de los demás. Y así el evangelizador se hace signo vivo y operante de la misericordia de Dios.
A los obispos les confirmó Francisco que la evangelización requiere fidelidad a la Iglesia y a la propia vocación, “aprender a creerle al Evangelio y dejarse transformar por él”. Les recordó que muchas de esas tierras fueron evangelizadas por fieles laicos. “Esos laicos tuvieron la posibilidad de hablar el dialecto de su gente, ejercicio simple y directo de inculturación no teórica ni ideológica, sino fruto del ardor por compartir a Cristo”.
En un importante encuentro con los líderes cristianos y de otras religiones, se extendió sobre el diálogo y la colaboración, el conocimiento recíproco y la promoción de un humanismo integral que defienda la dignidad humana y la libertad religiosa de todos. Les pidió que reaccionaran contra la tendencia a homogeneizar y uniformar a los jóvenes, típica de la cultura globalizante que con frecuencia no respeta las raíces y las tradiciones locales. El mismo día les pidió personalmente a los jóvenes que crecieran como árboles bellos y fuertes, arraigados en la fe de sus mayores, arraigados en la amistad con Jesucristo.
El lema del viaje pastoral a Japón fue Proteger toda vida, especialmente significativo después del triple desastre del 2011: terremoto, tsunami e incidente en la central nuclear.
Proteger la vida implica poseer “el sentido del vivir”. Esto es muy importante para los jóvenes japoneses, hoy amenazados por el suicidio y el “bulismo”. A ellos les aconsejó Francisco que salieran de sí mismos al encuentro de los necesitados: “Para crecer, para descubrir nuestra propia identidad, la propia bondad y la propia belleza interior, no podemos mirarnos en el espejo. Se han inventado muchas cosas, pero gracias a Dios todavía no existen selfies del alma”.
Al pueblo japonés −donde los cristianos cuentan con “miles de mártires”−, le deseó el Papa que fuera pionero para un mundo más justo y pacífico. Han resonado en todo el mundo sus palabras desde Hiroshima: “El uso de energía atómica con fines de guerra es inmoral, como asimismo es inmoral la posesión de las armas atómicas” (Mensaje en el Encuentro por la paz, 24-XI-2019).
En una cultura marcada por el afán de eficacia, rendimiento y éxito, exhortó a desarrollar, en cambio, “una cultura de encuentro y diálogo, caracterizada por sabiduría y amplitud de horizonte”, por el amor gratuito y desinteresado y por la armonía entre las personas y el ambiente natural. Para lograr esa meta, les propuso que mantuvieran la fidelidad a sus valores religiosos y morales, y la apertura al mensaje evangélico.
En cuanto a los católicos, les dijo a los obispos japoneses, “la palabra más fuerte y clara que puedan brindar es la de un testimonio humilde, cotidiano y de diálogo con otras tradiciones religiosas”.
Con su Carta Admirabile signum, sobre el significado y el valor del belén, Francisco dice que representar el nacimiento de Jesús equivale a “anunciar el misterio de la encarnación del Hijo de Dios con sencillez y alegría”. Es un “ejercicio de fantasía creativa”, lleno de belleza, que contiene en sí “una rica espiritualidad popular”, y que sigue suscitando asombro y emoción. ¿Por qué?, se pregunta. Y responde con tres razones.
La primera, porque manifiesta la ternura de Dios. Jesús se presenta como un hermano, como un amigo, como el Hijo de Dios que se hace Niño para perdonarnos y salvarnos del pecado.
En segundo lugar, porque nos ayuda a revivir la historia que aconteció en Belén, a “sentirnos implicados en la historia de la salvación, contemporáneos del acontecimiento que se hace vivo y actual en los más diversos contextos históricos y culturales”.
El Papa se detiene aquí para mostrar que, si sabemos “contemplarlo”, todo en el belén nos habla –nos puede hablar– de nuestra vida en relación con Jesús y con los demás. Especialmente los pastores, pobres y sencillos, nos recuerdan el mensaje de la Navidad: la revolución del amor y de la ternura que vienen de Dios. “En este nuevo mundo inaugurado por Jesús −observa el Papa– hay espacio para todo lo que es humano y para toda criatura”. El belén representa así también la santidad para todos en la vida ordinaria, que es un camino para llegar a Dios.
Y por ese “camino” llegamos al centro del belén, la gruta donde están María, José y el Niño. “Dios se presenta así, en un niño, para ser recibido en nuestros brazos. En la debilidad y en la fragilidad esconde su poder que todo lo crea y transforma”. Mostrándose igual que todos los niños, “Dios desconcierta, es impredecible, continuamente va más allá de nuestros esquemas”.
En las tres figuras de los Reyes Magos, que siguiendo una estrella han venido de lejos para adorar al Niño, podemos descubrir −sugiere Francisco− la responsabilidad que tenemos, como cristianos, de ser evangelizadores, para llevar “con acciones concretas de misericordia la alegría de haber encontrado a Jesús y su amor”.
En conexión con esto último, Francisco explica el significado del belén para la transmisión de la fe, gracias a nuestros padres y abuelos, a los que se pueden añadir los catequistas, los sacerdotes y en general los educadores de la fe: “Comenzando desde la infancia y luego en cada etapa de la vida, [el belén] nos educa a contemplar a Jesús, a sentir el amor de Dios por nosotros, a sentir y creer que Dios está con nosotros y que nosotros estamos con Él, todos hijos y hermanos gracias a aquel Niño Hijo de Dios y de la Virgen María. Y a sentir que en esto está la felicidad”.
Y así es. Poner el belén es, por eso, una buena forma de “meterse” en la Navidad con espíritu cristiano y mostrarlo a otros.
A este propósito cabe evocar que los Padres de la Iglesia decían que la santidad consiste en que dejemos nacer a Jesús continuamente en nosotros. Aquí nos recuerda el Papa que el belén es una buena escuela −un “Evangelio vivo”− para aprenderlo y transmitirlo.
Ramiro Pellitero
Facultad de Teología, Universidad de Navarra
Fuente: Revista Palabra
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