Nadie está en una situación de mayor servidumbre con la realidad de las cosas que quien se ha vedado el recurso a la mentira, mucho más maleable
A menudo amigos, conocidos, saludados y desconocidos me envían sus libros. Yo trato de leerlos poco a poco y de contestarles con sincero agradecimiento. Me ayuda mucho Plinio el Joven, que dijo: «No hay libro malo que no tenga algo bueno». Por supuesto, los hay buenísimos, y esos los aplaudo en público a la menor ocasión. De los otros, destaco lo que me gustó, dejando, si no tengo mucha confianza con el autor, que el silencio −«El resto es silencio», como diría Hamlet− les haga la autocrítica.
Escribí a alguien señalando con precisión las dos cosas estupendas que vi en su libro. Me respondió: «Anda, recomiéndalo por escrito, que los lectores a ti te hacen mucho caso». Lo confieso: me halagó. Y me sorprendió la crudelísima paradoja latente: algunos me hacen caso… precisamente porque ni siquiera por mucha simpatía que tenga al autor lo recomendaría a nadie si no estuviese convencido de que merece la pena, y especificando bien por qué.
Esta vez no vengo a hablar −descuiden− de literatura, sino de nuestra relación con la verdad. Nos parece que quien la dice es un señor, y lo es, pero nadie está en una situación de mayor servidumbre con la realidad de las cosas que quien se ha vedado el recurso a la mentira, mucho más maleable. Lo que me trae a la memoria a dos maestros.
G. K. Chesterton notaba que una diferencia entre los tiempos feudales y los modernos se dejaba ver en las vestimentas. El noble arzobispo Tomás de Canterbury podía vestir de armiño y sedas, con vivos colores heráldicos y brillos de vidriera en sus anillos y collares, que llameaban llamando la atención sobre la dignidad de su cargo, pero, por dentro, el hombre llevaba una áspera camisa de estameña o de pelo como mortificación y recuerdo de su condición caduca. En cambio, el moderno ejecutivo o político viste trajes muy sobrios de colores oscuros, pero qué suavidades y lujos interiores. Pasa con quien dice la verdad: por fuera, parece un displicente, quizá, o un dogmático, o un pedante, pero cuánto esfuerzo interior por descubrirla, por no falsearla, por no flaquear.
El otro maestro lo fue directamente en la Universidad de Navarra. Don Álvaro d’Ors llamaba la atención sobre las −en apariencia− incoherentes palabras del centurión que pide a Jesús la curación de su criado: «Porque también yo soy hombre sometido a obediencia, y tengo bajo mis órdenes soldados; y digo a este: “Ve”, y va; y al otro: “Ven”, y viene; y a mi siervo: “Haz esto”, y lo hace». Con el sentido dramático del buen profesor, D’Ors subrayaba la contradicción de que la razón de tanto mando en plaza fuese el sometimiento; luego, nos hacía ver que esa frase despertó la franca admiración de Jesús y, por último, nos explicaba que no era excepción, sino ley. Toda potestad nos es concedida de lo alto. Y nadie puede tener una autoridad que no nazca de la obediencia. Ni el más pequeño de los críticos literarios.
Por supuesto, se pueden fingir autoridades, falsear prestigios o forzar obediencias. Ahora bien, su recorrido será corto y abrupto. El lector −que es el crítico del crítico− puede no estar de acuerdo con una recomendación mía, pero tiene que detectar, al menos, que las razones por las que me equivoqué fueron auténticas y no espurias (incluso por buenos sentimientos). Lo mismo pasa con el sabio, con el juez, con el ejecutivo o con el político. Cuanto más poder, más responsabilidad: no solo en el sentido de responder de los propios actos, sino de hacerlo, sobre todo, previamente, a unas exigencias estrictas.
El crítico literario lo experimenta en su quehacer diario, pero a los poderosos les obliga más aún y, tal vez por eso, sufren tantas tentaciones de rebelarse: ¡con lo que les ha costado llegar…!, y fue para acatar antes y mejor las leyes de la economía, de la naturaleza, de la dignidad humana, del sentido común, etcétera. Luego, será mejor obedecido cuanto más obediente sea. En la Iglesia, con su fino instinto depurado por siglos de Tradición, el sumo pontífice es «el servidor de los siervos de Cristo», lógicamente.