La apertura de nuestra inteligencia hace que tengamos una esfera de intereses amplia, prácticamente ilimitada: somos capaces de buscar ávidamente el placer, el dinero, el aplauso, el poder, la ciencia, el amor
Y no somos fáciles de contentar: después de alcanzar una meta, nos parece insuficiente. Aspiramos a más. Es que somos impelidos, desde el fondo de nuestro ser, por un poderoso deseo, cuya índole frecuentemente olvidamos: “El deseo de Dios está inscrito en el corazón del hombre, porque el hombre ha sido creado por Dios y para Dios; y Dios no cesa de atraer al hombre hacia sí, y sólo en Dios encontrará el hombre la verdad y la dicha que no cesa de buscar” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 27).
En esa nativa condición del hombre está la raíz de la dignidad humana, no en que seamos animales evolucionados con facilidad de adaptación al medio, ni simples recursos humanos aptos para el desarrollo social, ni productores de tecnología o de cultura. “La razón más alta de la dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la comunión con Dios. El hombre es invitado al diálogo con Dios desde su nacimiento; pues no existe sino porque, creado por Dios por amor, es conservado siempre por amor; y no vive plenamente según la verdad si no reconoce libremente aquel amor y se entrega a su Creador” (Conc. Vaticano II. Const. Gaudium et spes, n. 1).
De los más variados modos ha expresado el hombre a través de los tiempos y de las culturas sus creencias y prácticas religiosas: ritos, sacrificios, oraciones, códigos de moralidad. El hecho religioso no tiene excepciones, en la ya larga historia de la humanidad. Como San Pablo expresaba en el Areópago de Atenas, ante un público ávido de novedades: “El creó, de un solo principio, todo el linaje humano, para que habitase sobre toda la faz de la tierra y determinó con exactitud el tiempo y los límites del lugar donde habían de habitar, con el fin de que buscasen a Dios, para ver si a tientas le buscaban y le hallaban; por más que no se encuentra lejos de cada uno de nosotros; pues en El vivimos, nos movemos y existimos” (Hechos de los Apóstoles 17, 26-28).
El deseo de Dios puede ser olvidado, e incluso expresamente repudiado. El Catecismo de la Iglesia Católica (n. 29) señala diversas causas: la rebelión contra el mal en el mundo, la ignorancia o indiferencia religiosas, los afanes del mundo y de las riquezas, el mal ejemplo de los creyentes, la ideologías hostiles a la religión, el miedo a los requerimientos de Dios...
Hace falta que tengamos una mente abierta sinceramente a la verdad y un corazón recto. Así se hace posible compartir el testimonio de San Agustín (Confesiones 1, 1, 1): “Tú eres grande, Señor, y muy digno de alabanza: grande es tu poder, y tu sabiduría no tiene medida. Y el hombre, pequeña parte de tu creación, pretende alabarte, precisamente el hombre que, revestido de su condición mortal, lleva en sí el testimonio de que tú resistes a los soberbios. A pesar de todo, el hombre, pequeña parte de tu creación, quiere alabarte. Tú mismo le incitas a ello, haciendo que encuentre sus delicias en tu alabanza, porque nos has hecho para ti y nuestro corazón está inquieto mientras no descanse en ti”.