Viene bien pedir prestados los ojos de los niños para mirar con ellos al Niño y a José −siempre tan callado él− y a María, y a los pastores, y a los ángeles, y a los Reyes Magos, y al buey y a la mula, incluso a Herodes en su castillo de corcho
La mirada baja puede significar modestia y la mirada alta, soberbia. Pero de ordinario, llevar la cabeza alta se asocia con dignidad, con la ausencia de motivos para avergonzarse, para desviar la mirada hacia un lado o hacia abajo. Las miradas dicen mucho sin querer, son tan expresivas que a veces bastan para explicar lo inexplicable: el amor, el odio, el miedo, la mala conciencia e incluso la avaricia de oro o de placer. Por eso la educación de la elegancia incluía siempre la mirada, tanto la mirada propia, cómo mirar y qué mirar, como la ajena: qué se ofrece a la mirada del otro marca la diferencia entre lo elegante y lo vulgar en el atavío personal y en los espacios que habita cada uno.
Aprender a mirar es también el fundamento del conocimiento y del respeto. Muchas faltas de respeto se producen por un triste no darse cuenta, otra manera de decir que ha fallado la mirada, porque estaba distraída o porque no supo calibrar, ponderar. Sucede a menudo con el arte. A veces se tarda mucho en reconocerlo como tal. A veces, quizá muchas, no llega a reconocerse nunca. Jamás sabremos. Quienes intentan educar la mirada previenen contra la vanidad, contra la pretensión de saberlo todo, de estar por encima de todos. Tales actitudes producen ceguera, o al menos impiden percibir grandes extensiones de la realidad que solo se muestran a los capaces de asombro.
Por eso viene bien pedir prestados los ojos de los niños para mirar con ellos al Niño y a José −siempre tan callado él− y a María, y a los pastores, y a los ángeles, y a los Reyes Magos, y al buey y a la mula, incluso a Herodes en su castillo de corcho. Nos ayudará a entender, a querer y a sonreír. Feliz Navidad.