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Ni un segundo de odio, ni un pensamiento de rencor hacia “los que mataron al abuelo”
Hace una semana vi la película La conspiración. La historia es sencilla: USA, mediados del XIX. Los estados del sur acaban de perder la guerra. Un puñado de sureños despechados trama un complot y asesinan al presidente Lincoln. Para honrar al presidente y dar una lección, las más altas autoridades federales amañan un juicio en el que se condena a la horca, sin defensa real, a cuatro personas; entre ellas, una mujer inocente. Esta mujer es el personaje principal de la trama, junto con el abogado que intenta defenderla.
Desconozco el fundamento histórico: en lo que sigue, me atengo al relato con independencia de esa cuestión. Pues bien, pensé que si los huesos de Lincoln se levantaran de la tumba habrían deplorado semejante “homenaje”. Quienes así “honraron” la memoria de Lincoln parecían hacerlo movidos por una mezcla de sentimientos comprensibles pero no justificables: venganza, miedo, necesidad de demostrar autoridad y mantener el orden. En este episodio de la historia de América me pareció ver una constante de la humanidad que, por desgracia, ha estado muy presente en España durante el último siglo, y que, entre todos, deberíamos intentar superar.
Mi abuela la superó. Mi madre la superó. Y creo que su ejemplo es una pequeña y preciosa contribución para esa tarea. Voy a contar mi pequeña historia.
Antonio Ferrán, mi abuelo, murió durante la guerra civil. Como tantos españoles de uno y otro lado. Su caso fue especial… pero en realidad todos los casos fueron especiales: todos tenían nombre, tenían mujer, o marido, o hijos, o padres: eran únicos. Todos dieron su vida y todos tienen quienes les lloran. Y quienes, llorándoles, honran su memoria.
¿Qué fue lo especial de mi abuelo? Murió en retaguardia. Alcañiz, 26 de julio de 1936. Acababan de entrar los de la “otra” zona. Tal vez habría salvado la vida renunciando a su fe, como le pedían, pero no quiso hacerlo.
No quiero detenerme en esto ahora, sino en la reacción de mi abuela y, siguiendo sus pasos, de mi madre y de mi tía. Pero voy a contarla tal como yo la viví desde mi infancia. Se resume así: nunca supe nada. Evidentemente, porque mi madre no lo contó.
“Nunca supe nada”. ¡Cuánto silencio hay detrás de estas palabras! ¡Cuánto se empeñó en no sembrar el odio en el corazón de sus nueve hijos! Y efectivamente, lo consiguió: cada hermano tiene sus ideas, muy divergentes, en todos los terrenos: en lo religioso, en lo filosófico, en lo cultural, en lo político; cada cual ha seguido su evolución. Pues bien, una de las pocas cosas en la que todos coincidimos es ésta: ni un segundo de odio, ni un pensamiento de rencor hacia “los que mataron al abuelo”.
“Nunca supe nada”. En honor a la verdad estas palabras requieren dos precisiones casi nunca y casi nada. Alguna vez mi madre lo dejaba caer: nos decía, como de pasada, «a mi padre lo mataron los rojos», y la conversación seguía. No daba, nunca, más detalles, ninguno.
Pasados muchos años, supe bastante más, porque mi madre se vio en la necesidad de decirlo. Acercándome a los 50, tuve que ayudar a mi madre a redactar su declaración (jurada ante notario) para un proceso eclesiástico sobre su padre. Tan discreta había sido que yo ni siquiera sospechaba que mi abuelo había entregado la vida por Cristo y que, por tanto, podría algún día entrar en un proceso de canonización por martirio. Con mi pequeña intervención en este proceso me enteré de algunos detalles desagradables, que omito aquí. Pero no puedo omitir que mi abuela y mi madre encerraron esos detalles en su corazón durante muchos decenios, para protegernos a nosotros del odio. Pensé: ¡Dios mío, cuántas cosas ha sobrellevado en silencio! ¡Y durante cuánto tiempo!
Con ocasión del proceso, nos explicó un poco más. Mi abuela estaba fuera de Alcañiz, con sus dos hijas, cuando ocurrió todo, y no volvió hasta casi el final de la guerra. Con toda seguridad, sólo entonces tuvo conocimiento de la muerte de su esposo. Identificó el cadáver y le dio sepultura. Al poco de terminar la guerra, identificaron a los supuestos autores y le ofrecieron, a mi abuela, la oportunidad de personarse en el juicio por la muerte de su esposo. Ella no quiso. Mi madre me transmitió la razón, una razón que ella le vio poner en práctica después, permanentemente. La abuela no había sido testigo de la muerte de su marido, pues estaba ausente del pueblo esas fechas; pero la razón principal era que no quería entrar, ni hacer entrar a sus hijas, en una espiral de odio, rencor y venganza. Quizás rechazar esa invitación a personarse en el juicio fue la primera ocasión relevante en que puso en práctica esa actitud. Pero, por lo que me cuenta mi madre, mucho más importante, aunque menos visible, es que la puso en práctica después, todos los días, en las cosas pequeñas de la convivencia.
Y desde luego, puedo asegurar que mi madre aprendió bien la lección: mis hermanos y yo hemos crecido ajenos a lo ocurrido con el abuelo, bien protegidos de cualquier semilla de rencor que pudiera haber brotado en nuestros corazones infantiles, adolescentes, juveniles.
No puedo decir lo mismo respecto del ambiente general: desgraciadamente, como todos los españoles de nuestra generación, hemos crecido en un país excesivamente maniqueo, un país (simplificando mucho) de “buenos y malos”, en el que los buenos son los míos y los malos son los “otros”, “ellos”. No obstante, en este país maniqueo hay muchos signos de reconciliación, de acercamiento. Lo que hizo mi madre (y mi tía) es un grano entre mil. Debemos apoyarnos en estos signos para fomentar la reconciliación, lo que une.
Es posible que Antonio Ferrán, mi abuelo, sea beatificado algún día junto con el resto de compañeros (para quien desee información, la causa se conoce como “Luis Turón Aínsa y compañeros” o “los 112 mártires de Zaragoza”). Así lo deseo y así lo pido a Dios. Mis intenciones más profundas las tengo encomendadas a su intercesión.
De hecho, se está hablando de beatificaciones y canonizaciones de mártires en la guerra civil. Tanto si entre ellas están los 112 mártires de Zaragoza como si no, pido a Dios que no sólo sirvan a la reconciliación, sino que así sean entendidas por todos los sectores de la sociedad española. La Iglesia española tendrá que hacer un esfuerzo en este sentido.
La noticia de las beatificaciones, quizá entre ellas la del abuelo, me ha traído a la memoria unas palabras de san Josemaría Escrivá: «No levantes jamás una cruz sólo para recordar que unos han matado a otros. Sería el estandarte del diablo» (Via Crucis, 8ª estación, nº 3). ¡Es muy fuerte!: ¡que la Cruz pueda llegar a convertirse en el estandarte del diablo! Que la cruz pueda ser precisamente aquello con lo que el diablo arenga, enardece y dirige a sus tropas, que la cruz luche contra Dios. Quizás no sea el estilo habitual de san Josemaría, pero refleja muy bien la orientación fundamental de su existencia: su amor apasionado a Cristo y a su Iglesia. Desde ese amor escribía siempre, y desde ahí la cruz sólo puede ser señal de perdón y reconciliación.
Hay demasiada cultura de la acusación: demasiado recordar lo malos que han sido los otros. Tenemos que acabar con esa cultura, o al menos reducirla. No será posible acabar de golpe ni del todo. Pero debemos dirigirnos todos firmemente en esa dirección.
Ante las beatificaciones y canonizaciones de mártires tengamos esto muy presente, y hagámoslo comprender a todos. La Iglesia no canoniza para recordar que unos han matado a otros, sino para recordar que unos hombres han entregado su vida por Cristo, y lo han hecho perdonando. De este modo nos enseñan el camino de la fe: camino de entrega y reconciliación.
Carlos Soler. Profesor de relaciones Iglesia-Estado en la Universidad de Navarra
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