ABC
«Pensemos en una escalera con tres personas, una en el peldaño superior, otra en el segundo y otra todavía en el suelo, que necesita asirse a la mano de otro para tirar de su cuerpo; evidentemente solo puede hacerlo la del escalón más cercano. Aplicándonos el cuento, la recuperación de los alejados corresponde a los cristianos hechos y derechos con los más cercanos por familia, trabajo o ambiente social, acompañándolos con la palabra y el testimonio en su retorno a la familia creyente»
Todos lo somos en mayor o menor medida. Si no, que levante la mano quién dice siempre exactamente lo que piensa y cumple también a la perfección todo lo que se propone. Del dicho al hecho va mucho trecho. Y, con mayor autoridad que el refranero, dice taxativamente el Libro de los Proverbios (24, 18): El justo cae siete veces, y otras tantas se levanta; mientras que el Concilio Vaticano II reconoce que: La Iglesia encierra en su propio seno a pecadores, siendo al mismo tiempo santa y necesitada de purificación (LG). Lo cual no desmiente el dicho de que la Orden de los Cartujos era: Nunquam reformata, quia nunquam deformata (Nunca fue reformada, porque no fue deformada). La Orden, no cada monje de San Bruno.
Se explica pues, más que justifica, que una gran mayoría de los católicos españoles se muevan en la vida personal y sean vistos por otros como creyentes no practicantes. Me ahorro unas tablas y comentarios estadísticos, siempre cuesta abajo, en esta primera década del siglo XXI, bajo la plaga de una modernidad secularista, arrasadora de creencias y unas leyes antípodas del humanismo cristiano.
Desde los tiempos apostólicos hasta hoy se han sucedido en los ciclos históricos de la Cristiandad, en proporciones muy diversas, santos canonizables, cristianos comprometidos, e incontables gentes buenas con virtudes y defectos; junto a cristianos conformistas del montón, y la masa informe de otros, a los que solo les queda el bautismo y el nombre de cristiano.
Los que hoy se entienden como creyentes no practicantes en nuestro país son los que han resistido los envites de la paganía, a los que otros sucumbieron; aquellos merecen de algún modo una atención respetuosa y una ayuda fraternal. El primer paso en esa senda ha de ser desentrañar el sentido de los dos vocablos, Creyente y Practicante, evitando los daños que acarrea una pobre o impropia interpretación de los mismos. En el lenguaje vulgar, se entiende por creyente-practicante el católico de a pie que va a misa los domingos, y por no practicante el que falta al precepto dominical.
¿Motivaciones? Para los primeros, la misa es un regalo y para los segundos, una carga. Vayamos, sin embargo, a lo que la misa es en sí misma, no a lo que unos u otros piensen sobre ella. Un minuto de catequesis: la celebración eucarística es fuente y centro de la vida cristiana. La Iglesia hace la Eucaristía y la Eucaristía hace la Iglesia. Es el sacrificio de la Nueva Alianza, el Misterio pascual de Cristo muerto y resucitado, el Banquete del Pan consagrado, y del repartido a los pobres, la presencia perenne y silenciosa de Jesús en el Sagrario y el mandato supremo del Amor a todos los hombres.
No extrañe, pues, que la devoción eucarística del pueblo cristiano haya generado, siglo tras siglo, una explosión de gloria en los vasos sagrados, en la plata erguida de los candelabros, en los preciosos sagrarios y custodias deslumbrantes. Así como en las alfombras de flores y en las soberanas procesiones del Corpus, en las piezas maestras de los grandes compositores musicales, en los autos sacramentales; en el silencio adorante de los conventos de clausura, en las primeras comuniones infantiles, y en el viático entrañable de los que se nos van a la casa del Padre. Altísimo Señor/ que supisteis juntar/ a un tiempo en el altar/ ser Cordero y Pastor. Tantum ergo Sacramentum.
Volvemos de nuevo al tema para seguir aclarando que con la asistencia a misa en los términos usuales no está cubierta toda la vida cristiana en pensamientos, palabras y obras; ni cumplidos todos los deberes de nuestra pertenencia a la Iglesia y a la sociedad. La experiencia ha demostrado, sin embargo, que la misa dominical, incluso la diaria, no interfiere sino que potencia los valores humanos del trabajo, la familia y el compromiso social. Se escuchan, empero a menudo comentarios como estos: Van a misa y son egoístas, malhumorados y tramposos. Piensa uno: aunque eso pueda tener poco o mucho de verdad, ¿serían mejores personas si dejaran de ir a misa? Son así, a pesar de eso, pero no precisamente por eso, sino todo lo contrario.
Vamos ahora con los creyentes “faltones”, con perdón, a la misa. La fe, la de ellos y la de todos, es un don de Dios, que sigue amándonos y ocupándose de nosotros, aunque no le echemos cuenta. Dejar la misa es quedarse más pobres, y más expuestos a las acechanzas del mal: el dinero, el poder y los placeres efímeros del pecado. En el Templo se escucha la Palabra de Dios, se nos alimenta con el Cuerpo de Cristo, se nos perdonan los pecados y se comparte la alegría de la fe con los otros creyentes y hermanos. Se cargan las baterías para seguir braceando en los torbellinos de la vida.
Un viejo amigo de otros tiempos, al que me permití recomendarle que volviera a su parroquia, temiendo que me mandara a paseo, me contestó de inmediato agradecido: «No sabes cuanta farta me jace» (no era precisamente vallisoletano), pero me hizo caso y no le va mal.
Pienso ahora que he debido empezar este escrito ponderando la parte positiva de los creyentes no practicantes, antes de hablar de sus carencias. Muchos, por desgracia, pertenecen a la masa de los despreocupados y son agnósticos sin saberlo. Pero, los que, sin frecuentar la misa dominical, acuden a la Iglesia con naturalidad para bautizos, bodas, funerales y fiestas locales, y rezan allí lo que saben, con respeto y devoción; los que son padres y madres de familia, de costumbres sanas y sentimientos religiosos, son cumplidores en su trabajo y generosos con los pobres; incluso miembros activos de alguna cofradía y devotos de la Virgen María o de Cristo crucificado, no están lejos del Reino de Dios y son recuperables para la Comunidad cristiana.
Son éstos los más directos destinatarios de la renovación de la Iglesia por dentro, como base de su misión reevangelizadora que vienen postulando los dos últimos Papas. ¿Cómo y por quienes? Sabido es lo que cuenta Benedicto XVI de la Beata Teresa de Calcuta a la que alguien preguntó quiénes iban a encabezar esa misión: «Pues, ya somos dos: tú y yo».
Pensemos en una escalera con tres personas, una en el peldaño superior, otra en el segundo y otra todavía en el suelo, que necesita asirse a la mano de otro para tirar de su cuerpo; evidentemente solo puede hacerlo la del escalón más cercano. Aplicándonos el cuento, la recuperación de los alejados corresponde a los cristianos hechos y derechos con los más cercanos por familia, trabajo o ambiente social, acompañándolos con la palabra y el testimonio en su retorno a la familia creyente.
En éste y en el próximo año la Cristiandad católica, empujada con ahínco por el Papa Ratzinger, va a vivir dos experiencias de extraordinaria trascendencia y magnitud: el Sínodo de los Obispos y el Año de la Fe. Su horizonte es movilizar con energía a todos los miembros del pueblo de Dios para que crezca el número de los creyentes-practicantes, mediante su reencuentro con Cristo y su Iglesia de los católicos a medias. Y que juntos seamos testigos creíbles de Cristo resucitado, para que otros accedan a la fe, que como dijo el Beato Juan Pablo II se multiplica dándola.
Cierto es que la vida sigue y volveremos a las andadas. Pero estoy convencido también de que, al igual que la espantosa y tremenda crisis global que atravesamos tendrá una salida más humana y solidaria, la Iglesia a la que caminamos será, a su vez, más evangelizada, más evangélica y más evangelizadora.
Mons. Antonio Montero Moreno
Arzobispo emérito de Mérida-Badajoz
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